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XXXIV Miércoles durante el año

Jesús dijo a sus discípulos:

«Los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y serán encarcelados; los llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi Nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí.

Tengan bien presente que no deberán preparar su defensa, porque yo mismo les daré una elocuencia y una sabiduría que ninguno de sus adversarios podrá resistir ni contradecir.

Serán entregados hasta por sus propios padres y hermanos, por sus parientes y amigos; y a muchos de ustedes los matarán. Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza. Gracias a la constancia salvarán sus vidas.»

Palabra del Señor

Comentario

El rey del universo se hace tan chiquito que, por decirlo así, se «mete dentro de nosotros». El todopoderoso está de alguna manera en todos, tanto como para sentir que la fuerza para amar viene de él como para encontrarlo también en los otros y poder amarlo en lo de cada día. «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo», dijo Jesús. Lo hacemos con él. ¡Qué maravilla! Cuando amamos a cualquier ser humano, especialmente que sufre; a cualquiera que tenga sed, hambre; que esté desnudo, alguien que necesite un hogar; que esté enfermo o preso, alguien que no es fácil amar. Cuando nos hacemos cargo del sufrimiento ajeno, o por lo menos intentamos acompañar, estamos amando a Jesús y se lo estamos haciendo a él. Dios nos da la oportunidad de amarlo en los otros; lo estamos haciendo por él. Nada más ni nada menos. En definitiva, esto es lo que definirá todo al final de nuestra vida, valga la redundancia.

Cuando estemos cara a cara con Jesús, no nos preguntará cuántos rosarios rezamos; cuántas novenas hicimos; cuántas comuniones recibimos; cuántos discursos lindos sobre el evangelio dimos, o sobre el amor; cuántas prédicas, cuántas palabras; cuántas veces hablamos sobre él, o incluso cuántos pecados cometimos… sino que nos recordará las veces o no que le dimos de beber, de comer, que lo vestimos, que lo visitamos, que lo alojamos o que fuimos a verlo en la cárcel. Por favor no entiendas mal ni te escandalices. No estoy diciendo que no tenemos que rezar o comulgar, sino lo que quiero decir es que no nos evaluarán por eso.

Hubo alguien que una vez se me presentó y me dijo: «Hola padre, ¿qué tal? Yo soy de comunión diaria». O hay mucha gente que se va a confesar y termina contando sin querer –no es por maldad– todo lo buena que es, y te dice: «Padre, yo rezo el Rosario todos los días», o sea, cuenta las cosas buenas. Está bien. ¡Qué lindo! Ojalá que todos podamos rezar mucho y hacer de comunión diaria. Pero, si falta lo que Jesús nos dice o nos dijo en el evangelio del domingo; si falta lo que Jesús nos pidió que hagamos, ¿de qué servirán todos los rezos y comuniones de nuestra vida? Al fin de cuentas, la oración y la Eucaristía son los pilares necesarios para poder amar como ama Jesús, para poder amar a los que más ama Jesús, o sea, a los que más sufren. Hay que pensarlo. No se oponen, pero si falta lo más importante, falta todo.

En Algo del Evangelio de hoy estas palabras de Jesús sobre la persecución –esto de que nos van a detener, encarcelar, a entregar– nos parecen un poco lejanas, por ahí por nuestro contexto, y es porque nosotros vivimos la fe en situaciones donde en general no hay violencia. Vivimos bajo una camuflada tolerancia, una supuesta libertad de expresión y eso hace que pensemos que lo que dijo Jesús es de otros tiempos. Es verdad que, antes que nada, Jesús les hablaba a sus discípulos, a los más cercanos, a los que finalmente –después de la resurrección y de su ascensión– salieron encendidos por el Espíritu Santo a anunciarle a todo el mundo que Jesús estaba vivo y que había muerto por todos. Eso generó la primera gran persecución de la Iglesia naciente y todos los apóstoles, menos Juan –según la tradición, terminaron dando la vida; muriendo mártires por el que amaban con toda su alma, así como él la había dado por ellos.

Pero también es verdad que a lo largo de la historia de la Iglesia ha habido, hay y habrá persecuciones contra los cristianos de todo tipo y color. Los mártires en la historia de la Iglesia son incontables y siempre fueron y serán semillas de nuevos cristianos. Hoy, aunque no sepamos, diariamente hay cristianos que son perseguidos y mueren por dar testimonio de Jesús. ¡Son muchísimos! El Papa Francisco decía que hay más mártires ahora que en los primeros siglos de la Iglesia. También lo dijo san Juan Pablo II y Benedicto XVI, hablando mucho sobre el silencio de la actual persecución a la Iglesia de Cristo.

¿Y nosotros? Los que no nos persiguen, ¿qué hacemos? ¿Y nosotros damos testimonio con nuestra vida de que Jesús es todo para nosotros? Mientras algunos dan su sangre por amor a Jesús, vos y yo, ¿qué damos? Como en el evangelio del lunes, ¿damos lo que nos sobra como los ricos o damos todo lo que tenemos como la viuda?

Los mártires de hoy dan, como los de siempre, todo lo que tienen para vivir, su propia vida, sabiendo que la vida no se pierde, la vida se gana para siempre; sabiendo que «nada podrá separarlos del amor de Cristo». Nada podrá separarlos de aquel que dio su vida por ellos, por nosotros.

Mientras algunos cristianos no pueden celebrar su fe con libertad, no pueden asistir a los sacramentos, nosotros por ahí nos damos el lujo de no aprovecharlos o participar sin el corazón, sin amor. Mientras algunas familias están separadas y viven sufriendo por ser cristianos, nosotros en nuestros ambientes a veces nos da miedo –muchas veces– de decir que somos católicos, por miedo a que se nos burlen, por miedo a no saber qué decir, por vergüenza. ¡Qué triste!¡Qué falta de amor tenemos a veces!

Mientras algún cristiano ahora, en este momento, está dando la vida, sabiendo que su vida no se pierde, nosotros por ahí estamos perdiendo la vida en superficialidades o estamos viviendo con incoherencia nuestra fe, mientras decimos que somos católicos. Por ahí estamos borrando con el codo lo que escribimos con la mano, lo que decimos con los labios, y alejamos a los demás de nuestro Dios Padre. Que Jesús nos libre de la mediocridad y del cansancio de la fe que no da testimonio de su amor.