Jesús al entrar al Templo, se puso a echar a los vendedores, diciéndoles: «Está escrito: Mi casa será una casa de oración, pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones.»
Y diariamente enseñaba en el Templo. Los sumos sacerdotes, los escribas y los más importantes del pueblo, buscaban la forma de matarlo. Pero no sabían cómo hacerlo, porque todo el pueblo lo escuchaba y estaba pendiente de sus palabras.
Palabra del Señor
Comentario
Menos mal que las palabras de Jesús no pasarán jamás, ¡menos mal! No hay mejor noticia que esa. Es cierto que es lindo el cambio, que hace bien renovarse, que incluso es necesario adaptarse a que tarde o temprano muchas cosas pasen, pero, al mismo tiempo, también es cierto que necesitamos estabilidad en lo esencial, no se puede vivir sujetos a los vaivenes de los caprichos interiores, ni mucho menos a los vaivenes del mundo que no le interesa ni la verdad, ni la bondad, ni la belleza en muchos casos. Hoy, más que en otros tiempos, parece ser que nada es objetivo, nada es estable, todo depende de lo que cada uno sienta o piense; y por eso la «nueva dictadura» es la del relativismo, el pensamiento que rechaza a la verdad en definitiva, pero que al mismo tiempo impone su pensamiento relativista, que quiere decir que no hay una verdad clara, objetiva, sino que todo dependerá finalmente de cada uno. Bueno, y así estamos, no es necesario que te explique mucho esto, me imagino que lo experimentarás. Por eso es refrescante saber que para Jesús esto no es así, que hay cosas que no deben cambiar, que permanecen. Se puede y debe cambiar el modo de decirlas, la manera de transmitirlas, y es justamente lo que intentamos hacer cada día, de alguna manera, «traducir» al lenguaje de hoy algo que se dijo hace cientos de años, pero que es necesario volver a decir en su esencia. Tener claro, pero bien claro esto, es fundamental para cualquier cristiano, pero especialmente para los que nos dedicamos a anunciar las palabras de Jesús que no pasarán jamás. Los peligros, como siempre, son el de caer en los extremos. Por un lado, el afirmarse en la rigidez de decir que el mensaje no debe cambiar su modo de decirlo y, entonces, convertirse en un mero repetidor de frases que no necesitan ser explicadas o retransmitidas. Eso no sirve. No somos «loros» de Dios, que no pensamos y procesamos lo que nos enseñó, y por eso la Iglesia desde hace dos mil años transmite el mensaje de Jesús, que es el mismo, pero de modo nuevo en cada época. Y, por otro lado, el otro extremo sería el de cambiar el núcleo del mensaje por querer acomodarlo a todos los tiempos y personas, por quedar bien. Eso pasa cuando el que transmite está más preocupado por el ser aceptado o comprendido que por comprender el mensaje, y es ahí cuando se «licua» la fe, o sea, se la llena de agua, perdiendo la esencia de lo que Jesús nos dijo; eso hoy pasa mucho, se busca ser conocido, se busca ser exitoso y no fecundo. El que trasmite las palabras de Jesús cambiando el mensaje principal, es el que en el fondo se mira el ombligo y tiene miedo a ser rechazado, el que busca ser amado por lo que dice, pero no que los demás conozcan y se enamoren del verdadero Dios, del que nos reveló Jesús. Eso pasa, como te dije, muchísimo, más de lo que imaginamos y muchos cristianos caen en la tentación y se sientes atraídos por transmisores del Evangelio que finalmente se miran más así mismos que a Jesús.
En Algo del Evangelio de hoy, vemos que nuestro Maestro siente indignación al ver convertida la casa de su Padre en una casa de comercio. Ayer escuchábamos que Jesús lloraba, hoy se indigna. ¿Ves que Jesús siente la vida, tiene sentimientos y no los esquiva, y cuando tuvo que decir y hacer algo jugándose por la verdad, lo hizo? Y esto no es sentimentalismo, es realidad, es la palabra de Dios. Él sintió como hombre, vivió como hombre, sin escaparle a nada, excepto al pecado. Pasaron por su corazón sentimientos que lo hicieron reaccionar ante diferentes situaciones, a veces llorando, otras indignado y seguro, imagino que muchas veces riendo (aunque el Evangelio no lo dice explícitamente). Pero su corazón siempre estuvo ordenado, sintió, pero no fue esclavo de sus sentimientos, sino que sus sentimientos eran auténticos, mostraban perfectamente lo que su corazón vivía y pensaba, y, al mismo tiempo, siempre los condujo para el bien, para lo que el Padre le pedía.
No tenía el corazón dividido, como nos pasa a veces a nosotros, que ni sabemos por qué sentimos lo que sentimos, ni entendemos por qué muchas veces pensamos lo que pensamos.
Al expulsar los vendedores del templo, se enojó cuando se tenía que enojar y en la medida justa en la que lo tenía que hacer, pero siempre manteniendo dominio de sí mismo. A nosotros parece que nos cuesta muchísimo esto, a veces nos enojamos cuando no nos tenemos que enojar o nos enojamos demasiado para lo que realmente pasó o bien no nos enojamos cuando nos deberíamos enojar. El sentimiento de enojo en sí mismo no es malo, no hay que tenerle miedo, hay que aprender a escuchar el corazón y a equilibrarlo. Una sacerdote amigo siempre me dice: «No mates un mosquito con un cañón». Como diciendo, no gastes demasiadas energías, ira, cólera en cosas que en realidad no son para tanto. ¡Cuánta energía y tiempo perdido en enojos sin sentido, que en el fondo provienen de nuestro orgullo herido, de nuestra soberbia! Y al contrario, ¡cuánta pasividad y pusilanimidad ante las cosas que nos deberían mover un poco el corazón! Esto lo dejo para que lo pensemos.
En el fondo, realmente en el fondo, nos enoja lo que nos interesa y nos resbala lo que no nos interesa. Esto es obvio. Ahora, nos podríamos preguntar ¿no será que lo que más nos interesa muchas veces somos nosotros mismos y por eso nos enojamos demasiado cuando en realidad deberíamos relativizar un poco ciertas cosas? ¿No será que a veces nos importa poco el dolor de los demás o la defensa de la verdad, de nuestra fe y por eso dejamos que las cosas se destruyan a nuestro alrededor, y no hacemos nada? Dios nos habla por medio también de los sentimientos, nos muestra cuán iracundos o apáticos estamos. Nos muestra, en realidad, por dónde está nuestro corazón. Tenemos que aprender a leer qué hay detrás de cada sentimiento o hacia dónde nos lleva mejor dicho; y a partir de ahí, poder discernir cuál es la voluntad de Dios. Podemos aprovechar la noche para cerrar el día pensando qué sentimos y qué hicimos con esos sentimientos. Sentir, sentiremos siempre, lo importante es saber interpretarlos, tanto para moderarlos como para despertarlos. Podríamos decir tomando algo de la Palabra de hoy, «dime qué te enoja y te diré qué te importa o qué le importa a tu corazón». ¿Dónde está tu corazón? ¿Qué es lo que te indigna?