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XXXII Domingo durante el año

Jesús dijo a sus discípulos esta parábola:

El Reino de los Cielos será semejante a diez jóvenes que fueron con sus lámparas al encuentro del esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco, prudentes.

Las necias tomaron sus lámparas, pero sin proveerse de aceite, mientras que las prudentes tomaron sus lámparas y también llenaron de aceite sus frascos.

Como el esposo se hacía esperar, les entró sueño a todas y se quedaron dormidas. Pero a medianoche se oyó un grito: «Ya viene el esposo, salgan a su encuentro».

Entonces las jóvenes se despertaron y prepararon sus lámparas. Las necias dijeron a las prudentes: «¿Podrían darnos un poco de aceite, porque nuestras lámparas se apagan?» Pero éstas les respondieron: «No va a alcanzar para todas. Es mejor que vayan a comprarlo al mercado».

Mientras tanto, llegó el esposo: las que estaban preparadas entraron con él en la sala nupcial y se cerró la puerta.

Después llegaron las otras jóvenes y dijeron: «Señor, señor, ábrenos».

Pero él respondió: «Les aseguro que no las conozco».

Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora.

Palabra del Señor

Comentario

Cuando pensamos únicamente con el estómago –por decirlo de algún modo– o también solo con la cabeza –aunque parezca redundante–, nos olvidamos que también está el corazón, que razona de otro modo. Tiene razones que la razón no comprende. Por supuesto que son imágenes, pero nos ayuda a comprender.

Hace unos días alguien me decía algo así: «Me decidí a no pensar tanto, a no buscarle tantas vueltas a la fe. Quiero confiar como lo hacía antes, cuando creía y creía». Esta frase obviamente puede ser malinterpretada, como tantas veces nos critican en la Iglesia, que parece que la razón se contrapone a la fe. Pero entendí lo que me quiso decir esta persona. A veces cuando pensamos demasiado y no nos abrimos, finalmente ponemos barreras a la fe. Es verdad, el cerebro está para usarlo –para eso lo dio Dios–, pero ¡cuidado!, que muchas veces se transforma en obstáculo para la fe. Pero no por culpa del cerebro, sino por culpa nuestra que no sabemos cambiar. Si nosotros viviéramos el domingo como el día del Señor –pero desde el corazón–, más allá de todos los argumentos que se nos pueden aparecer para hacer otras cosas, nuestra participación en la misa sería algo mucho más natural e incluso de corazón. Porque siempre hay razones para hacernos creer que todo puede ser distinto, que todo puede ser mejor a lo que vivimos, que todo debería ser como antes y así mil cosas más.

¿Te diste cuenta que por más que no podamos comer –porque nos sentimos mal– si amamos a nuestra familia, vamos a visitarla más allá de la comida? Con la misa nos puede pasar algo así. Muchos dejan de ir porque no pueden comulgar. Sin embargo, no solo nos alimentamos de la Eucaristía, de la comunión, sino también de los gestos y las palabras que se dan en la misa. Y por eso jamás nos puede hacer mal ir. Siempre nos alimentará, aunque a veces no lo percibamos directamente. Pensemos más con el corazón y no tanto con el cerebro, cada tanto hace bien.

Algo del Evangelio de hoy nos enseña a «saber esperar», a no ser tontos y esperar con «reserva» de aceite en nuestras lámparas, con el corazón preparado para amar siempre. Es verdad que tenemos que esperar lo que no sabemos cuándo vendrá, pero hay que esperar con prudencia. Aunque nos quedemos dormidos por la vida –no importa–, lo importante es esperar con inteligencia. A veces el esposo se hace esperar. Así dice el evangelio de hoy: «Como el esposo se hacía esperar…». Digamos que Jesús se hace esperar. Nunca nos dijo cuándo moriremos o cuándo vendrá a buscarnos. Parece ser que lo lindo de la vida le gusta hacerse esperar, como si le gustara ser «inesperado» y, al mismo tiempo, bien recibido –cosa extraña–. Casi como una ironía de la vida.

En los casamientos, hoy en día, la que se hace esperar siempre es la novia en general. Es casi como parte de la ceremonia: esperar que llegue la novia y ver que se abra la puerta para que todos giren la cabeza y miren caminar por el pasillo central hasta el encuentro con el esposo. La idea es la misma, pero con la diferencia de que en un casamiento de los nuestros sabemos la hora en que llegará la novia –aunque a veces llegue un poco tarde–. En cambio, con Jesús no sabemos ni el día ni la hora, no sabemos cuándo vendrá a buscarnos. Y otra gran diferencia como me dijo Johnny, mi amigo, una vez  –¿te acordás?–: «Padre, al que esperamos es a Jesús, que es mucho mejor que cualquiera». ¡Qué paradoja! ¡Qué difícil es estar siempre esperando algo que jamás sabremos cuándo vendrá! Vendrá, de eso no podremos dudar. No sabemos cuándo, pero vendrá. Aunque parezca una contradicción, sabemos que el evangelio no es contradicción, sino es sabiduría divina. De hecho, así lo dice el mismo libro que se lee hoy de la primera lectura: «La Sabiduría es luminosa y nunca pierde su brillo: se deja contemplar fácilmente por los que la aman y encontrar por los que la buscan. Ella se anticipa a darse a conocer a los que la desean. El que madruga para buscarla no se fatigará, porque la encontrará sentada a su puerta».

Jesús es la sabiduría que «se anticipa» y llega a nuestra vida, pero al mismo tiempo se deja encontrar y contemplar por aquellos que lo buscan y lo aman. Esa es la manera de estar preparados: buscar y no temer el encuentro, no temer a la muerte. Teme a la muerte aquel que no ama o no amó a Jesús completamente, con todo el corazón. Ser prudente es lo contrario a la actitud de necedad. El prudente no es el que no hace nada, sino todo lo contrario; es el que previó la situación, el que se anticipó, el que buscó, aun a veces quedándose dormido. Todas las jóvenes se quedaron dormidas. Todos nosotros nos quedamos dormidos a veces en la vida esperando lo que no sabemos cuándo vendrá. Eso es normal, es parte de la vida. Somos débiles. Ahora… lo que no nos puede pasar es lo de las necias, que ni siquiera fueron capaces de conseguir aceite antes, ni siquiera fueron capaces de pensar en su esposo. Se confiaron, pensaron que al final iba a haber tiempo y no es así. Cuando nos llegue la partida, ya no habrá tiempo. El tiempo se acabará. Por eso hay que estar preparados amando siempre, buscando siempre, dejándose encontrar siempre.

Que este día y todos los días nos encuentre preparados, prevenidos, amando y dejándonos amar por un Jesús, que se nos anticipa y se deja encontrar en nuestro corazón, en el de los demás y especialmente en la Eucaristía.