“Había un hombre rico que tenía un administrador, al cual acusaron de malgastar sus bienes. Lo llamó y le dijo: “¿Qué es lo que me han contado de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no ocuparás más ese puesto”.
El administrador pensó entonces: “¿Qué voy a hacer ahora que mi señor me quita el cargo? ¿Cavar? No tengo fuerzas. ¿Pedir limosna? Me da vergüenza”.
¡Ya sé lo que voy a hacer para que, al dejar el puesto, haya quienes me reciban en su casa!’.
Llamó uno por uno a los deudores de su señor y preguntó al primero: “¿Cuánto debes a mi señor?”. “Veinte barriles de aceite’, le respondió. El administrador le dijo: ‘Toma tu recibo, siéntate en seguida, y anota diez”. Después preguntó a otro: “Y tú, ¿cuánto debes?’. ‘Cuatrocientos quintales de trigo”, le respondió. El administrador le dijo: “Toma tu recibo y anota trescientos”.
Y el señor alabó a este administrador deshonesto, por haber obrado tan hábilmente. Porque los hijos de este mundo son más astutos en su trato con los demás que los hijos de la luz.”
Palabra del Señor
Comentario
Decíamos ayer, con respecto a la respuesta de Jesús y la del escriba, que ambas nos ayudaban a comprender mejor lo que debería ser inseparable para nosotros, pero que en definitiva muchas veces separamos, el amor a Dios y el amor al prójimo. Es por eso que san Pablo dirá: «Amar es cumplir la ley entera», y eso quiere decir que cualquiera que se precie de ser hijo de Dios y hermano de todos, no tiene otro camino para vivir su fe que no sea por medio del amor, a Dios y a todos los hijos de Dios. Los judíos de ese entonces estaban un poco «mareados» de tantas leyes, que más que adornar el mandamiento principal, terminaron por ahogarlo. El que ama, el que busca el bien de sus hermanos, en cada detalle, a cada instante, ese es el que ama a Dios, porque ama su creatura más perfecta. El que ama a Dios, desea amar a sus hermanos, porque los considera dignos de su amor, ya que son amados por el Padre de la misma manera que él es amado. Es por eso que, como bien dijo el escriba, vivir así vale más que cualquier sacrificio y holocausto, haciendo referencia al modo de dar culto que tenían los judíos, ofreciendo las primicias y animales para agradar a Dios. Nuestra entrega a nuestro Padre no deberían ser cosas, sino nuestro corazón, nuestro amor al prójimo, eso vale más que cualquier cosa que podamos ofrecerle, aunque por supuesto cuando le entregamos el corazón, también le ofrecemos nuestros bienes.
Con respecto a Algo del Evangelio de hoy, evidentemente Jesús no puede alabar la deshonestidad; diríamos en lenguaje popular: la viveza, el ser ventajero, el sacar provecho de cosas que no son nuestras, o sea, el pensar que el fin justifica los medios.
Muchas veces nosotros hacemos eso, pensamos que si queremos hacer algo bueno o tenemos un buen fin; entonces, si eso es bueno, vale todo para conseguirlo, y eso no es así, por favor nunca hay que hacerlo; diríamos en Argentina: es una argentineada, es una «avivada», y de esas cosas ya estamos bastante cansados.
Por eso, Jesús en realidad al contar esta parábola lo que alaba en realidad es la astucia, la «habilidad» de este hombre para pensar en lo que se venía –en su vida futura–, o sea, alaba la previsión que tiene, sabiendo que se iba a quedar sin trabajo. Y nos dice Jesús que «los hijos del mundo son más astutos que los hijos de la luz»; o sea, los que piensan solamente en este mundo, en cómo subsistir mañana, en lo material, son más previsores a veces que nosotros que estamos pensando supuestamente en el mundo futuro, en la patria del cielo, los hijos de la luz.
Entonces él quiere que pongamos la fuerza, astucia y corazón para ganarnos un lugar, de algún modo, en la casa del cielo, para aprender a recibir ese don que Dios quiere darnos, como a veces también lo ponemos para ganarnos un puesto o algo en este mundo. Y para esto es bueno pensar en una idea de fondo de la parábola: nosotros somos «administradores» de los bienes de Dios, nada traemos al mundo y nada podemos llevarnos de él –dice también la Palabra de Dios–, las cosas son nuestras, pero en realidad no son nuestras; tenemos riquezas materiales y espirituales que tenemos que aprender a administrar para el bien de los demás, especialmente para los más necesitados, para los más pobres.
Todos nosotros, los que tenemos alguna riqueza espiritual o material, debemos abrir nuestro corazón a los que más necesitan. Si somos generosos con lo ajeno –porque en definitiva nada es nuestro porque lo recibimos de Dios–, algún día tendremos lo propio en el cielo. En cambio, si nos guardamos lo que no es nuestro, nos será quitado cuando partamos de este mundo y nada recibiremos de Dios, y mucho menos de los que no supe ayudar.
Cuando una pareja se casa –por ahí sos casado por Iglesia y te acordarás– en la bendición final, antes de la despedida, el sacerdote puede decir estas palabras: «Que en el mundo sean testigos del amor de Dios y que los pobres y afligidos sean objeto de la bondad de ustedes, para que ellos los reciban un día en las mansiones eternas de Dios».
Esto es lo que se pide para los que se casan; y es –creo yo– la idea de fondo de esta parábola hecha oración.
Ojalá que hoy se haga vida, en tu vida y en la mía, pero cuánto nos falta a veces a los católicos, en general, tomar conciencia y decidirnos de una vez por todas a ser generosos con la cantidad de bienes acumulados que tenemos, que no son nuestros y que no nos llevaremos el día de nuestra muerte. Qué afán a veces de prevenir tanto en todo lo material, el futuro mío, el de mis hijos, esto, lo otro, y la vida se nos va pasando por ahí. Para pensar un poco…. para rezar un poco. Hoy seamos astutos con algún pobre, con algún necesitado, para que cuando lleguemos al cielo, ellos nos estén preparando un lugar.