Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente. Y al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola:
«Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: “Déjale el sitio”, y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar.
Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: “Amigo, acércate más”, y así quedarás bien delante de todos los invitados. Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado.»
Palabra del Señor
Comentario
Todo el que se eleva, todo el que se pone en un lugar que en realidad no le corresponde, terminará siendo humillado, o sea, terminará reconociendo que no debería estar ahí, que su lugar es otro. Terminará también, en el fondo –humanamente hablando–, pasando vergüenza. Terminará ocupando un lugar que, en realidad, no quería. Todo el que se «desubica» –podríamos decir –, el que no se reconoce como Jesús quiere que nos reconozcamos: simples criaturas, como a quienes se nos ha dado todo; que tenemos todo gracias al gran don de la vida y a la gracia de Dios, que nos permite respirar cada día. Todo el que no vive así: terminará desubicado.
Después de tantas cosas que tenemos, el que no reconoce eso: terminará siendo humillado. Todos queremos escuchar esta frase de parte de Dios algún día para con nosotros, ¿o no?, para cuando lleguemos al gran banquete; esta frase de Algo del Evangelio de hoy: «Amigo, acércate más».
En realidad, a veces debemos reconocer que buscamos los primeros puestos y nos desubicamos porque en el fondo queremos estar más cerca. Hay un buen deseo de estar cerca, de «elevarnos», de ocupar lugares «importantes». Pero Jesús hoy, en este sábado, nos enseña una especie de «receta», para que en realidad podamos alcanzar lo que en realidad queremos, buscarla desde otro lado, de otro modo. No buscarla «primereando» o «ventajeando» a los demás, siendo alguien que busca constantemente llamar la atención o colocarse por encima de los demás, sino que el Señor nos invita a imitarlo a él. En este sábado creo que tenemos un gran ejemplo de humildad para aprender. Este es el primer gran medio para alcanzar la humildad, y no es despreciarse, sino en el fondo apreciarse en la justa medida. Humillarse no es despreciarse.
Por eso, para alcanzar la humildad debemos de esforzarnos por imitar a Jesús, que nos dijo: «Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón». Y son palabras que no pronunció con otras virtudes, sino específicamente con la humildad. ¿Y qué hizo Jesús con respecto a la humildad?, podríamos preguntarnos.
Antes que comenzara su vida pública, por ejemplo, vivió ocultamente durante tantos años como un hombre cualquiera, sencillo, una vida sin «brillo»: trabajando manualmente, obedeciendo a unas criaturas que en realidad fueron hechas por él –a su padre y a su madre–.
En su vida pública, también Jesús no buscó llamar la atención. Vivió pobremente, no tenía dónde reclinar su cabeza, predicaba con sencillez a los más despreciados de ese tiempo. Hacía milagros, no para llamar la atención, sino para de algún modo mostrar su misión divina y ayudar a los enfermos. Tenía preferencia por los niños, por los más pobres, por los sufrientes. Ya cerca de su pasión, les lavó los pies a sus discípulos. Se dejó traicionar por Judas misteriosamente. Fue abandonado por los suyos, lo cambiaron por Barrabás. Recibió bofetadas, insultos, escupitajos, calumnias, desprecios y, finalmente, fue crucificado. Y ese fue el suplicio más humillante. Y aún hoy en la Eucaristía, Jesús está completamente «escondido». Está totalmente dispuesto a obedecer las palabras de un sacerdote. Está siendo humillado también.
Por eso tenemos que pedir esta humildad. La humildad es un don de Dios. Es un don que no tenemos que cansarnos de pedir: «Jesús, manso y humilde de corazón, haz nuestro corazón semejante al tuyo».
Y dejo algunas preguntas que nos pueden ayudar para detectar nuestras manifestaciones de falta de humildad, o sea, de soberbia encubierta: ¿Pensamos que lo que hacemos o decimos está mejor hecho o dicho que los demás? ¿Queremos salirnos siempre con la nuestra? ¿A veces peleamos sin razón o, cuando tenemos razón, insistimos con tozudez y de mala manera? ¿Damos nuestro parecer sin que nos lo pidan? ¿Despreciamos a veces el punto de vista de los demás? ¿No valoramos los dones de los otros y sus cualidades? ¿Reconocemos nuestros dones como «prestados»? ¿Reconocemos que a veces somos indignos de tanta honra y estima que recibimos de los demás, que simplemente un regalo? ¿Hablamos mal de nosotros mismos para que los demás piensen bien de nosotros, aplicando una «falsa» humildad? ¿Nos excusamos a veces cuando nos retan, cuando nos muestran nuestros errores, buscando excusas?
Bueno, estas son algunas de las cosas que nos pueden ayudar a reconocer nuestra falta de humildad que está tan pegada a nuestro corazón. Debemos ser humildes. Debemos imitar a Jesús, que se hizo hombre por nosotros y que vivió sencilla y pobremente sin querer «sobresalir».
Pongámonos hoy en el último lugar con nuestras palabras, con nuestras miradas, con nuestros pensamientos. No somos ni mejores ni peores que otros para Dios. Simplemente somos hijos y somos hermanos y, al mismo tiempo, debemos reconocer que no somos dioses como a veces nos creemos.