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XXX Miércoles durante el año

Jesús iba enseñando por las ciudades y pueblos, mientras se dirigía a Jerusalén. Una persona le preguntó: «Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?»

El respondió: «Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán. En cuanto el dueño de casa se levante y cierre la puerta, ustedes, desde afuera, se pondrán a golpear la puerta, diciendo: “Señor, ábrenos.”  Y él les responderá: “No sé de dónde son ustedes.”

Entonces comenzarán a decir: “Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas.” Pero él les dirá: “No sé de dónde son ustedes; ¡apártense de mí todos los que hacen el mal!”

Allí habrá llantos y rechinar de dientes, cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes sean arrojados afuera. Y vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, a ocupar su lugar en el banquete del Reino de Dios.

Hay algunos que son los últimos y serán los primeros, y hay otros que son los primeros y serán los últimos.»

Palabra del Señor

Comentario

«Yo nunca necesité nada, nunca le pedí nada a nadie, padre, siempre pude hacer las cosas por mí mismo; no puedo pedir, me da vergüenza pedir…», me decía una vez un hombre casado, con hijos, que por una injusticia había perdido su trabajo y estaba pasando una situación bastante difícil. Era entendible, obviamente, es muy complicado pasar por una situación de independencia, de aparente «no necesidad», a darse cuenta que de alguna manera no podemos solos, que, en definitiva, aunque no nos damos cuenta, de un modo o de otro, siempre dependemos del amor de los demás, de la ayuda de los demás, o, mejor dicho, necesitamos de los otros. «No es bueno que el hombre esté solo», dice la Palabra. Este hombre se acercó esa vez para decirme que ya no tenía fe, que ya no creía en Dios por todo lo que le había pasado, porque él no había hecho nada malo, no había robado, ni había sido corrupto, que sencillamente por una «cuestión política» lo habían despedido y ahora estaba con un juicio a cuestas. Difícil, injusto, pero, en el fondo, «nada nuevo bajo el sol» y, además, se suma a esto que esos que antes estaban cerca de él, cuando tenía poder, ahora ya no estaban más, no se acercaban a ayudarlo.

Cuando creemos que no necesitamos nada de nadie, nos guste o no, estamos de algún modo un poco ciegos, como los discípulos y esa multitud que seguía a Jesús y pretendía callar al «necesitado», a Bartimeo. Solo el que se da cuenta que de algún modo siempre necesita algo de Dios y de los demás, en el fondo es el que ve, el que no está ciego. Podemos estar económicamente un poco mejor o peor, con buena salud y no tanto, eso en realidad a la hora de la fe, de la confianza en Jesús, es un poco anecdótico. Lo esencial es saber que siempre necesitamos de él, estando bien o mal; que cuando todo anda bien, nunca podemos olvidarnos que es gracias a su amor; y que cuando todo no está tan bien, cuando todo está mal, no quiere decir que él no está, no es momento de enojarnos por su supuesta ausencia.

«¿Es verdad que son pocos los que se salvan?», dice Algo del Evangelio de hoy. ¿Es verdad lo que dicen algunos, que la puerta es angosta y son pocos los que van a pasar? Hoy la pregunta, por el contexto en el que vivimos y la extremada confianza en que «da todo lo mismo» con tal de que seas feliz, finalmente todos vamos a ir al cielo, podríamos pensar que la pregunta a Jesús podría ser al revés: ¿es verdad que son muchos los que se van a salvar? ¿Es verdad que en el fondo da lo mismo todo y que, al final de cuentas, todos vamos a pasar por una puerta bien ancha como si no importara nada de lo que hayamos hecho? En realidad, da lo mismo cualquiera de las dos preguntas, no es lo importante. Creo que Jesús hubiese contestado lo mismo ante las dos preguntas, ante los que temen y piensan que serán pocos los salvados y a los que «confían demasiado» y son temerarios y están convencidos de que todos nos salvaremos hagamos lo que hagamos en este mundo. Ninguna de las dos preguntas va al fondo de la cuestión, de lo que Jesús nos vino a proponer.

Hoy vuelve a resonar en el Evangelio eso de que no siempre el que parece y se cree el primero será finalmente el primero y al revés, muchas veces el que parece ser el último, el que no cuenta, terminará siendo el primero. En las parábolas, del grano de mostaza y la levadura, es claro que no importa el tamaño ni tampoco que las cosas sean muy vistosas para que den fruto.

El mensaje de Jesús es muchas veces un «atentado» a la lógica de nuestro pequeño cerebro que se cree el primero y finalmente queda último con respecto al pensamiento de Dios. El Reino de Dios, decía Jesús, es como un grano de mostaza, chiquito e insignificante, y como la levadura, despreciable pero transformadora. El Reino de Dios no es el «reino de la meritocracia», no es la institución en donde se reciben las «calificaciones», no es el «grupo de los mejores», no es la elite de los capacitados, no es el Reino de los «vivos», de los que se creen mejores que los demás. No, no es eso.

¿Cuándo se nos meterá en nuestro pequeño corazón y cerebro esa idea, la de Jesús? ¿Cuándo se nos grabará en el chip de nuestra memoria eso de que para Dios no cuenta el figurar, el aparentar, el decir algo de la boca para afuera, el tener la credencial de cristiano y no serlo, el haber «comido, bebido y estado con Jesús» si en el fondo no lo amé, si en el fondo de mi alma fue un «negociar» con Dios la salvación andando por la puerta ancha?

El Reino es de Dios, no es nuestro. El Reino es y será siempre de él y hasta que no reconozcamos que todo es de él andaremos preguntando por «números»: «Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?». ¿Será que a Jesús le atribuían cosas que no decía o le interpretaban cosas que no decía? Él no entraba en esas discusiones inútiles sobre cantidades, sobre cuántos serán o dejarán de ser los que se salven. Es obvio que él desea que sean todos, pero también es obvio que él quiere que nosotros también podamos buscarlo con todo el corazón, podamos amarlo y es obvio que a él no le da lo mismo amar que no amar.