Cuando Jesús salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud, el hijo de Timeo -Bartimeo, un mendigo ciego- estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que pasaba Jesús, el Nazareno, se puso a gritar: «¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!» Muchos lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte: «¡Hijo de David, ten piedad de mí!»
Jesús se detuvo y dijo: «Llámenlo».
Entonces llamaron al ciego y le dijeron: «¡Animo, levántate! Él te llama».
Y el ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia Él. Jesús le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?»
Él le respondió: «Maestro, que yo pueda ver».
Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino.
Palabra del Señor
Comentario
En este domingo, creo que es lindo detenernos tranquilos en esta escena tan maravillosa de la Palabra de Dios, en la que podemos contemplar tantas cosas, tanto la actitud de Jesús como la de la multitud, la de los discípulos y, por supuesto, la de este ciego mendigo llamado Bartimeo; un cieguito testarudo, cabeza dura, como decimos a veces, hablando cariñosamente, pedigüeño, pero con un corazón inmenso que nos enseña tanto.
Jesús iba caminando hacia Jerusalén, iba caminando dispuesto a entregarse por todos, como lo había dicho el domingo pasado. Les había venido explicando a los discípulos durante el camino que se iba a entregar, pero los discípulos no entendían; se enojaban porque otros hacían el bien como ellos, se peleaban por el primer puesto, pensaban que era imposible que un rico entrara en el Reino de los Cielos; no comprendían, en el fondo. Todo esto lo meditamos los domingos anteriores.
Los discípulos y la multitud van caminando con Él sin entender mucho –bastante desubicados, como decimos– y, por otro lado, está este ciego, el mendigo al costado del camino, en la banquina, como decimos, que rompe a gritos todos los esquemas mentales que podemos tener como freno para comprender. Estos son los personajes de Algo del Evangelio de hoy, que está lleno de simbolismos y enseñanzas.
Empecemos por Jesús.
Jesús se detiene porque escucha, escucha el grito; lo manda llamar y le pregunta: «¿Qué puedo hacer por tí?», mientras todos quieren callar al pobre mendigo; Jesús escucha, llama, pregunta y salva. ¿Puede hacer algo mejor? ¿Puede haber algo tan bueno? En esta escena, como en tantas otras, nos muestra que Jesús es el único que escucha verdaderamente entre tanta gente, el único que nos escucha profundamente, que nos escucha a nosotros en medio de la multitud de la humanidad, que a veces nos pasan por encima en este mundo tan egoísta. Él es el único que nos escucha no para enojarse y mandarnos a callar, sino que escucha para salvarnos y hacernos entrar en su camino, en el camino. ¡Qué linda esta imagen! Y la delicadeza de Jesús es maravillosa.
Bueno, ¿ese es el Jesús que conocemos vos y yo? ¿Ese es el Dios al cual le rezamos? ¿Es el Jesús que viene a quitarnos la ceguera, o el Jesús que no tiene nada de qué curarnos? ¿En qué lugar estamos vos y yo? ¿En ese lugar de los que callan al ciego, a los otros porque no dejamos que se acerquen a Jesús o con nuestras actitudes alejamos a los demás? ¿O somos ese ciego que anda pidiendo a los gritos algo del Salvador y está sintiendo esa experiencia linda de que Él siempre nos escucha?
Mientras tanto también tenemos la otra cara: los discípulos y la multitud no dejan que el más «débil» se acerque libremente a Jesús. El ciego mendigo molesta con su presencia y con sus gritos; solo uno termina siendo intermediario, pero porque Jesús se lo pidió. En realidad, todos los que van caminando con Él, de algún modo, son una imagen de la Iglesia en camino, de la Iglesia que tiene que convertirse también; por eso… ¿qué Iglesia queremos? ¿Una Iglesia puente que deja que los demás crucen los ríos para encontrarse con Jesús?, ¿o una Iglesia que pone trabas y obstáculos para que los demás se acerquen a Él? ¿O hacemos callar a los demás con nuestras actitudes porque nos creemos que el estar cerca de Jesús nos hace «mejores» que los demás? ¡Cuidado! Cuidado porque los discípulos veían el camino, pero no comprendían el modo de caminar; en cambio, el mendigo, que estaba al costado del camino y terminó abriendo los ojos para largarse a caminar con Jesús, como Jesús, finalmente es el que ve, ve profundamente.
Y, por último, vamos al ciego.
El ciego Bartimeo insistente, ¡nos enseña tanto! No le importó nada; sólo le importó encontrarse con Jesús, ver y empezar a caminar con Él. Podríamos pensar que, si gritó así, es porque ya algo creía en Él, significa que ya había escuchado sobre Él y sabía que si le pedía algo a este hombre –al hijo de David, al Rey–, iba a ser curado.
¡Cuidado!, a veces los «descartados» al borde del camino, los que están descartados de nuestra sociedad, de la Iglesia incluso, los que están sufriendo, los supuestamente más «pecadores», los que pensamos que no tienen nada para dar; tienen una fe más pura y más valiente que la de los que andamos caminando «cerca» de Jesús, a veces andamos casi como «guardaespaldas» cuidándolo de que no se le acerque nadie aparentemente «indigno». Esta actitud de Bartimeo es para imitar, él pidió ver y Jesús se lo concedió. Pero el ciego no se fue a su casa, no se fue a hacer sus cosas, a descansar, sino que se puso en camino para andar con su Salvador. Toda una imagen de la vida, de la vida de fe, del que se siente curado por Jesús, que no puede hacer otra cosa que ponerse a caminar con Él.
Cuando Jesús nos abre los ojos –porque en definitiva eso es la fe: que se nos abran los ojos del alma–, deberíamos empezar a caminar junto con Él a lo largo de la vida, del camino de la vida –despacito– porque Él vino a darnos esa capacidad de ver, vino a darnos la luz de la fe. «Tu fe te ha salvado», le dijo; no dijo «tu fe te ha curado», sino «tu fe te ha salvado», tu fe te permite empezar a caminar, la fe nos da la luz necesaria para dar cada paso cotidiano. No pretendamos mucho más que eso. Sabemos dónde terminará, pero nos da la luz para cada día.
Dios quiera que hoy seamos como este ciego Bartimeo; que pidamos a los gritos: ¡Jesús que vea!, que vea algo más de mi vida, que te vea presente en mi familia, en mi trabajo, en mis amigos, que te vea, que te vea, así me pongo a caminar junto con Vos y tantos hermanos.