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XXVIII Miércoles durante el año

«¡Ay de ustedes, fariseos, que pagan el impuesto de la menta, de la ruda y de todas las legumbres, y descuidan la justicia y el amor de Dios! Hay que practicar esto, sin descuidar aquello.

¡Ay de ustedes, fariseos, porque les gusta ocupar el primer asiento en las sinagogas y ser saludados en las plazas!

¡Ay de ustedes, porque son como esos sepulcros que no se ven y sobre los cuales se camina sin saber!»

Un doctor de la Ley tomó entonces la palabra y dijo: «Maestro, cuando hablas así, nos insultas también a nosotros.»

Él le respondió: «¡Ay de ustedes también, porque imponen a los demás cargas insoportables, pero ustedes no las tocan ni siquiera con un dedo!»

Palabra del Señor

Comentario

Buen día. Que tengas un buen día y que empieces de la mano de la Palabra de Dios. Cuando hablamos de la Palabra de Dios, no se puede negar que muchas veces hay temas que cuesta hablarlos. No es muy grato escuchar la Palabra de Dios cuando lo que dice nos molesta un poco, cuando más que animar parece hundirnos o nos muestra el lado oscuro de nuestro corazón, de nuestra vida. Alguien me decía, una vez, que le costaba escucharme, que muchas veces le molestaba lo que yo le decía, pero sin embargo él insistía; insistía en escuchar, porque al mismo tiempo le daba la sensación que por algo tenía que seguir escuchando. Muy valorable de su parte, esta persona que sinceramente me decía que le costaba escuchar, pero sin embargo seguía. Bueno, a mí también me cuesta, pero podemos cambiar el enfoque y pensar de una forma más positiva, eso siempre es posible: pensar que en realidad la Palabra de Dios es la luz de la sabiduría Divina, que tiene que ser y quiere ser música armoniosa para la vida que muchas veces anda como sin fuerza, desentonando por la vida.

Cuesta escuchar que Jesús sea a veces tan directo o tan exigente, lo decía el domingo: «Solo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres…». «Solo te falta una cosa…», decía. En algunos aspectos de la vida, a veces, una sola cosa es todo, o sea, eso que nos falta en realidad es lo más importante. Y en realidad deberíamos pensar que es lógico, nos guardamos para nosotros lo que consideramos más preciado y no queremos darlo a veces por nada del mundo… Bueno, eso es lo que Jesús pretendió de ese hombre, pero no para obligarlo, sino porque él mismo se lo preguntó o, mejor dicho, le dejó la puerta abierta para que Jesús se lo diga: «Solo te falta una cosa…». Por eso nuestra pregunta crucial no debería ser qué debemos hacer para heredar la Vida eterna –esa ya la sabemos–, sino mejor es preguntarnos y preguntarle a Jesús: ¿Qué cosa nos falta para ser felices acá, en la tierra, y tener un tesoro ya en el cielo? Solo nos falta una cosa, y la más importante… ¿Qué nos falta dar? Preguntémonos hoy esta gran pregunta.

En Algo del Evangelio de hoy, las palabras de Jesús también son muy directas, y no podemos cambiarlas aunque no nos gusten tanto. No tengamos miedo, porque no es un drama descubrir que somos orgullosos, no debería ser novedad, y si es novedad, es porque vivíamos en la ceguera, porque de algún modo todos lo somos –es parte de la condición humana–; y si no lo sabías, bueno, bienvenido a esta humanidad creada por Dios, pero también hecha de barro y llena de debilidad a consecuencia del pecado.

Y en las duras críticas que escuchamos hoy de Jesús a los fariseos y a los doctores de la Ley –y de rebote también a nosotros que lo escuchamos–, resalta otra de las «hijas de la soberbia»: la vanidad, o también llamada vanagloria.

La vanidad es como la hija dilecta de la soberbia, y nos hace finalmente caer en la soberbia. Es el deseo desordenado de prestigio, de fama, de aplausos, de adulación; y la virtud opuesta a este vicio es la modestia. Repito: es el «deseo desordenado», exacerbado de ser reconocidos; porque obviamente hay un sano deseo –y debe haberlo– de tener buena fama o de cuidar nuestro nombre para que no sea ensuciado por cualquiera. Y Jesús hoy lo dice bien claro: «Les gusta ocupar los primeros puestos en las sinagogas y ser saludados en las plazas, son sepulcros limpios por fuera, pero sucios por dentro».

El vanidoso o vanidosa busca eso, antes que nada: quiere ser alabado y desea alabarse a sí mismo. Le gusta hacer resaltar sus cualidades o sus logros y a veces exageradamente, otras muy sutilmente, pero siempre logra de alguna manera que sepan lo que hizo o lo que va a hacer; y si no lo reconocen, se pone triste o, incluso, a veces se enoja. En las conversaciones el vanidoso usa mucho el pronombre personal YO, para darle más fuerza a la frase: «yo hice esto», «yo le dije que haga esto».

Casi que solo a él le salen las cosas tan bien, y si los demás las hacen bien, en realidad rara vez las hacen «tan bien» como él.

En realidad, si nos ponemos a pensar, el ser vanidoso es una actitud muy infantil, es una actitud de los niños; pero no de «hacerse como niños» que nos pide Jesús en el Evangelio, sino realmente una actitud de niños caprichosos, que todavía no maduraron. Porque, así como los niños necesitan que les festejen y aplaudan todo lo que hacen, y que también si no les festejan lo que hacen, se festejan ellos mismos, ¿te diste cuenta cuando un niño a veces se aplaude a sí mismo por lo que hizo o a veces nosotros le promovemos con aplausos para que se ponga contento?; bueno, esa misma actitud infantil la vemos en el vanidoso.

El niño necesita el aplauso; por eso la vanidad es un signo de una gran inmadurez en nuestra vida, que siendo adultos deberíamos ir superando, porque tenemos que asentarnos en lo que somos y en lo que Dios piensa, y no en lo que los demás piensan de nosotros. Pero lamentablemente la arrastramos a lo largo de los años y de la vida, y cuando esta vanidad se da en el ámbito religioso –en nuestra fe–, es mucho peor, porque podemos caer en la hipocresía de los fariseos, porque «usamos» a Dios para ponernos por encima de los demás.

Que Jesús hoy nos libre a todos de la vanidad, nos libre de esta hija de la soberbia que muchas veces se cuela en nuestro corazón, en nuestras relaciones humanas; que podamos vivir este día afirmándonos en lo que Dios piensa de nosotros y no en lo que piensan los demás.