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XXVIII Martes durante el año

Cuando terminó de hablar, un fariseo lo invitó a cenar a su casa. Jesús entró y se sentó a la mesa. El fariseo se extrañó de que no se lavara antes de comer.

Pero el Señor le dijo: «¡Así son ustedes, los fariseos! Purifican por fuera la copa y el plato, y por dentro están llenos de voracidad y perfidia. ¡Insensatos! El que hizo lo de afuera, ¿no hizo también lo de adentro? Den más bien como limosna lo que tienen y todo será puro.»

Palabra del Señor

Comentario

La riqueza que nos propone este mundo, y de la que nuestro corazón tantas veces se enamora, no tiene nada que ver con la del Evangelio, con la que nos propone Jesús. Contrasta tanto, es tan opuesta que nos obnubila y nos impide ver con claridad la propuesta del Reino de los Cielos. Por eso Jesús no tuvo pelos en la lengua para decir: «¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios!». Hoy –me animo a decir más que nunca, por lo menos hasta ahora– la riqueza de este mundo nos quiere robar el corazón que, en realidad, debería ser siempre para nuestro Padre. Todos, vos y yo, de la clase social que seamos, del país que seamos, vivamos donde vivamos, tengamos muchos o pocos ingresos; todos estamos inmersos en un mundo globalizado y en esta cultura consumista que nos aturde, y que además, a propósito y queriendo, nos ocupó la mayor parte del corazón, llenándonos de tristezas, porque le fue quitando el lugar de privilegio a un Jesús pobre y humilde de corazón, mientras nosotros llenos de ingenuidad decimos que todo progreso es bueno en sí mismo. No siempre es así. Por eso ese hombre que se encontró con Jesús, el del Evangelio del domingo, ¿te acordás?, se fue triste, porque no quiso darle lugar a Jesús en el corazón, no fue capaz de darle algo a los más necesitados por amor a Jesús, sus bienes pudieron más. Seguiremos toda esta semana desgranando el maravilloso Evangelio del domingo, aunque a veces nos duela un poquito.

El gran pecado para la Palabra de Dios, la gran debilidad de nuestro corazón, de nuestra vida, es el orgullo, la soberbia; es dejarnos vencer por estas inclinaciones. Que Jesús nos cuide entonces de no caer en esta gran debilidad, para que no nos domine, como dice el Salmo; siempre estará presente –porque somos débiles–, pero lo que tenemos que evitar es que nos domine; que nos domine el corazón, que nos domine el pensamiento, que vaya ganando terreno en nuestras vidas. Porque la soberbia y el orgullo recordemos que nos lleva a la arrogancia, a jactarnos de cosas que no son, a querernos demasiado –y es verdad que tenemos que querernos, pero en su justa medida, tenemos que amarnos, pero no al extremo de creernos la medida y jueces de todo y de todos–.

La soberbia es el afecto desordenado de la propia excelencia, es ese deseo que tenemos de «sobresalir» para ser queridos, porque no nos queremos. Por un lado, es bueno aspirar a ser buenos, mejores, superarnos; es bueno y necesario para crecer –esto no lo podemos negar–, pero no es bueno cuando esto se desordena y genera en nuestro interior un modo de pensar y sentir que nos pone como centro de todo y terminamos mirando a los demás casi que de arriba para abajo.

Y ayer decíamos que la soberbia y este orgullo pueden llegar a tomar color, incluso de despreciar a los demás con un deseo oculto y refinado de que se fijen en nosotros.

En Algo del Evangelio de hoy los fariseos se extrañan de que Jesús no haga lo que ellos hacían. ¿Cómo no se lavan antes de comer? ¿Cómo no hacen lo que yo hago?, estarían diciendo, ¿cómo no hacen lo que hay que hacer? Y nosotros también a veces decimos y hacemos lo mismo: ¿Cómo fulano no hizo tal cosa? ¿Cómo fulano hizo aquello? O bien decimos: Las cosas se hacen así, las cosas tienen que ser de esta manera. Y así vamos caminando por la vida, pretendiendo que todo sea a nuestro modo. Pero, en el fondo, el objetivo más o menos consciente de nuestro ego exacerbado es sobresalir, es darnos más importancia a nosotros mismos y a veces criticamos, incluso podemos llegar hasta inventar cosas de los demás o calumniarlos. Disminuimos los méritos y aciertos ajenos; a veces «ventilamos» defectos y desaciertos para que el otro disminuya; o a veces «aumentamos» lo que otros hicieron o dijeron. En realidad, como este fariseo, con comentarios, gestos o pensamientos queremos dar a entender que somos más inteligentes que los otros. Nuestros comentarios u opiniones, nuestros chistes incluso, son mejores que los de los demás.

Queremos también mostrar que somos más virtuosos o más capacitados, que hacemos mejor las cosas que los otros; si las hiciéramos nosotros, serían mucho mejores. Solamente parece que nosotros hacemos las cosas bien. Es como un orgullo oculto y entrelazado entre nuestras actitudes, que a veces está cargado de envidia, pero va tejiendo todo lo que hacemos. Es como si estuviéramos diciendo continuamente que, si siguieran nuestro consejo, nuestro punto de vista, nuestro ejemplo, las cosas serían mucho mejores y no habría tantos problemas.

Bueno, hoy Jesús nos invita a no mirar tanto hacia afuera, a no mirar las apariencias y juzgar. «El hombre mira las apariencias; Dios mira el corazón», dice la Palabra de Dios. No nos permitamos juzgar el interior de alguien por lo que vemos de afuera. «Demos más bien limosna de lo que tenemos, que todo será puro».

¿Queremos purificarnos de nuestras malas intenciones, pensamientos y deseos? Tenemos que dar, ser pobres de corazón, dejar de aferrarnos a nuestros bienes como si fuera nuestra felicidad; dar de nosotros a los demás, para que también nosotros nos purifiquemos primero, que nos dejemos purificar por el amor de Jesús que es humilde y que quiere que también nosotros seamos humildes.