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XXVIII Martes durante el año

Cuando terminó de hablar, un fariseo lo invitó a cenar a su casa. Jesús entró y se sentó a la mesa. El fariseo se extrañó de que no se lavara antes de comer. Pero el Señor le dijo: «¡Así son ustedes, los fariseos! Purifican por fuera la copa y el plato, y por dentro están llenos de voracidad y perfidia. ¡Insensatos! El que hizo lo de afuera, ¿no hizo también lo de adentro? Den más bien como limosna lo que tienen y todo será puro.»

Palabra del Señor

Comentario

No nos alimentamos solo de pan -ya lo sabemos-, aunque obviamente lo necesitamos para vivir. Me imagino que habrás escuchado muchas veces esta frase: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». Nos alimentamos principalmente de amor y el amor entra, por decirlo así, a nuestro corazón «por todos lados», por los oídos, por los ojos, por el tacto, por el olfato y por el gusto. Por eso la imagen del banquete, de la comida a la que nos invita Jesús, esa imagen del evangelio del domingo, es mucho más profunda que una «juntada a comer». Cuando comemos juntos, en familia, sabemos que no alimentamos el estómago solamente, sino que también nutrimos el corazón, o por lo menos ese es el anhelo de nuestro buen Dios y de nuestro corazón. Se me ocurrió una frase, parafraseando otra conocida: «Dime cómo comes y te diré cómo amas».

El modo como comemos, como nos alimentamos, expresa mucho lo que somos. Por algo la Palabra de Dios está repleta de menciones a los banquetes; por algo Jesús eligió la imagen del banquete para hablar del Reino de Dios; por algo Jesús en el evangelio de Juan eligió unas bodas para empezar su ministerio público; por algo aceptó muchas veces ir a comer a casas -como hoy, en este evangelio-, y lo acusaron además de «borracho y glotón»; por algo él se despidió de sus amigos en una cena; por algo se apareció resucitado a sus amigos y los invitó a comer; por algo nuestro buen Jesús quiso quedarse entre nosotros como alimento, como comida, en la Eucaristía. Jesús nos invita a un banquete, pero no solo para comer comida, sino principalmente para entrar en comunión con él y los otros.

Retomando el tema de la soberbia, hoy podemos agregar que este vicio es el afecto desordenado de la propia excelencia a ese deseo que tenemos de «sobresalir». Por un lado, sabemos y tenemos que saberlo, que es bueno y natural aspirar a ser buenos, mejores; superarnos día a día. Es bueno y necesario para crecer. Pero no hace bien cuando esto se desordena y genera en nuestro interior un modo de pensar y sentir que nos pone como centro de todo y terminamos mirando a los demás como desde arriba para abajo.

Ayer decíamos que a veces esta soberbia, este orgullo, puede llegar a tomar el color, incluso, o la gravedad, de despreciar a los demás con un deseo oculto y refinado de que se fijen más en nosotros.

En Algo del Evangelio de hoy el fariseo anfitrión se extraña de que Jesús no haga lo que él hacía. «¿Cómo no se lava las manos antes de comer? ¿Cómo no hace lo que yo hago?», pensó. «¿Cómo no hace lo que se debe hacer, lo que hay que hacer?” ¡Cuánto de esto también hay en nuestros corazones! «¿Cómo fulano, fulana no hizo esto? ¿Cómo mengano hizo aquello?» O bien decimos: «Las cosas se hacen así». Las cosas se tienen que hacer asá, de esta manera». Estamos llenos de frases que manifiestan nuestras soberbias interiores.

Y así a veces vamos caminando por la vida, pretendiendo que todo sea a nuestro modo o al modo como nos enseñaron y no dejamos lugar a lo distinto, a la diversidad, a la novedad que puede cambiarnos el corazón.

Pero en el fondo el objetivo más o menos consciente de nuestro yo, tan grande y desordenado, es sobresalir, es darnos más importancia a nosotros mismos, incluso a veces, lamentablemente, despreciando a los demás o lo que los demás hacen, que en el fondo es lo mismo. Criticamos. Incluso podemos llegar hasta inventar cosas de los demás, que es calumniar, con tal de que nosotros quedemos mejor.

Disminuimos los méritos y aciertos ajenos. A veces «ventilamos» defectos y desaciertos para que el otro disminuya; o a veces «aumentamos» lo que otros han hecho o dicho para dejarlos peor de lo que estaban.

En realidad –como este fariseo– con comentarios, gestos o pensamientos queremos dar a entender que somos más inteligentes, más capaces, que hacemos las cosas mucho mejor. Nuestros comentarios u opiniones, nuestros chistes a veces, nuestras ironías, -por supuesto- terminan siendo mejores que los de los demás.

Es un orgullo oculto y entrelazado entre nuestras actitudes, que a veces está cargado de envidia. Es como si estuviéramos diciendo, continuamente que, si siguieran nuestro consejo, nuestro punto de vista, nuestro ejemplo, las cosas serían mucho mejores y no habría tantos problemas, la Iglesia sería mejor, el mundo estaría mucho mejor con nosotros.

Bueno, Jesús en Algo del Evangelio de hoy nos invita a no mirar tanto hacia afuera, a no mirar las apariencias y juzgar. No nos permitamos juzgar el interior de alguien por lo que vemos de afuera «demos más bien limosna de lo que tenemos, que todo será puro». Amemos a lo que es distinto, al distinto, y nuestro corazón será más puro.

Esta enseñanza surgió de una cena – ¿te diste cuenta? – en donde, en vez de entrar en comunión, el fariseo se distanció porque juzgó, porque puso barreras. Jesús no quiere eso de nosotros. Tenemos que dar, tenemos mucho para dar. Dar de nosotros a los demás para que, primero, nos purifiquemos interiormente, para que nos dejemos purificar por el amor de Jesús, que es humilde y que por supuesto quiere que nosotros también seamos humildes.