Al ver Jesús que la multitud se apretujaba, comenzó a decir: «Esta es una generación malvada. Pide un signo y no le será dado otro que el de Jonás. Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación.
El día del Juicio, la Reina del Sur se levantará contra los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino de los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón y aquí hay alguien que es más que Salomón.
El día del Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás y aquí hay alguien que es más que Jonás.»
Palabra del Señor
Comentario
Le pido al Señor que empecemos esta semana con muchos deseos de hacer lo que tenemos que hacer, en nuestro trabajo, en nuestras familias, pero teniendo siempre a Jesús como el centro, como nuestro todo, sabiendo que solo él puede darnos la verdadera alegría. La tristeza del corazón, en el fondo, viene porque le decimos que «no» a Jesús, por no animarnos a darle todo, como le pasó al hombre del Evangelio de ayer. Cada vez que le negamos el corazón a Dios, nuestro Padre, le damos lugar a la tristeza; y la tristeza del mundo consumista en el que vivimos que lo quiere todo, a costa de todo, en realidad surge por darle la espalda a su Creador.
Recuerdo que me dio pena escuchar una vez a un psicólogo en la televisión decir que la causa de la tristeza es la esperanza. Sí, así como lo escuchás. Y el periodista que lo entrevistaba lo escuchaba con una admiración sorprendente, como si escuchara al mismísimo Jesús. Decía algo así: «El que espera, se frustra porque nunca llega lo que espera, y por eso anda triste». Así era la lógica del argumento. Bueno, en realidad podríamos comprenderlo si entendemos qué entiende este psicólogo por la esperanza, ¿no? Pero bueno, para los cristianos eso, en realidad, es ilógico, porque para nosotros tener esperanza no es tener cosas, no es alcanzar sueños propios, no es un bienestar económico, sino que nuestra esperanza es Jesús, es una Persona, y por eso el mundo no lo entiende y piensa que finalmente la esperanza da tristeza y, además, el mundo nos roba una palabra nuestra y la vacía de contenido; pero bueno, ese es otro tema.
Durante los evangelios de esta semana vamos a ver que aparece como trasfondo el tema del orgullo o la soberbia, aparece constantemente como una crítica que Jesús hace a los fariseos; por eso vamos a tomar como hilo conductor en esta semana el tema del orgullo, de la soberbia, que aunque nos caiga mal, es tan necesario.
La soberbia –para simplificarlo– significa querer sobresalir, querer destacarse, querer «exhibirse» de algún modo; y el orgullo significa también arrogancia, presunción, y también el exceso de la propia estima –el buscar ser estimados, pero excesivamente–. Sin embargo, hay que decir que la soberbia también toma diferentes formas, no siempre es un sobresalido, exhibirse, estrepitoso, que finalmente todo lo ven, sino que a veces es muy sutil. En definitiva, vemos que el orgullo y la soberbia son casi lo mismo; y la misma Palabra de Dios es muy dura con la soberbia en la que puede caer el hombre.
Dice el Antiguo Testamento: «La soberbia es odiosa al Señor y a los hombres, el petulante no quiere que le corrijan por eso no va con los sabios». Y en el Nuevo Testamento el mismo Jesús es muy duro con los fariseos y con los escribas cuando descubre en ellos soberbia. ¿Te acordás también esa parábola de los dos hombres que subieron a orar: el fariseo y el publicano, y también que Jesús decía que «el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido»?
El mismo Magníficat –el canto de la Virgen– dice que «el Señor dispersó a los soberbios de corazón…». Bueno, si hay algo que al Señor no le gusta, es que seamos soberbios y orgullosos. Por eso vamos a ver en estos días cómo la soberbia y el orgullo se manifiestan muy sutilmente en nuestras vidas; no hay que pensar entonces que el soberbio es aquel que se lleva todo por delante, que es arrogante en exceso o aparatosamente, sino que la soberbia es mucho más sutil y difícil de percibir. Por eso lo difícil de este vicio es que a veces no podemos percibirlo. Somos soberbios y orgullos a veces y no nos damos cuenta, esa es nuestra gran debilidad. La misma debilidad nos hace creer que no la tenemos, o bien que en realidad finalmente sea como una especie de virtud. Y para resumir un poco lo de hoy, podríamos decir que hay como cuatro especies de soberbia, para que vayamos pensando y meditando en estos días y le pidamos a Jesús que nos ilumine…
Estos hombres del Algo del Evangelio de hoy le piden a Jesús un «signo»; son arrogantes, quieren «ver para creer» y no pueden ver más allá de lo que veían. Una forma entonces de soberbia. La soberbia en nuestra vida puede manifestarse, por ejemplo, en creernos que los bienes recibidos de Dios los poseemos por derecho propio, que los conseguimos por nuestro propio esfuerzo. Casi que no son un regalo, en definitiva.
La otra forma de soberbia puede ser la de creer que los bienes que recibimos de Dios nos los merecemos, «seguro que lo merecíamos» –es ese pensamiento que a veces subyace en nuestros corazones–, «lo merecíamos». O bien decimos, con respecto a otros, «se lo merece». Una frase tan conocida.
Otra manera de ser soberbio es pensar y decir que poseemos cosas que en realidad no tenemos. Decimos y pensamos que tenemos o hicimos tal cosa cuando en realidad no es verdad. Solo lo decimos para quedar bien, para que nos tengan en cuenta, en definitiva para que nos quieran un poquito más.
Y la otra forma de soberbia es llegar incluso a despreciar a los demás con el afán de que se fijen en nosotros. A veces despreciamos a otros para que nos miren a nosotros. Eso es lo peor.
Vamos a ir viendo esta semana con la sutileza con que la soberbia se puede manifestar en nuestras vidas; la iremos descubriendo en estos enfrentamientos que tendrá Jesús con los fariseos.
Que la Palabra de Dios nos ilumine el corazón para que podamos ir descubriendo qué formas de orgullo y soberbia poseemos en nuestras vidas, que nos impiden abrirnos a Dios y abrirnos a los demás.