«¡Ay de ustedes, que construyen los sepulcros de los profetas, a quienes sus mismos padres han matado! Así se convierten en testigos y aprueban los actos de sus padres: ellos los mataron y ustedes les construyen sepulcros.
Por eso la Sabiduría de Dios ha dicho: Yo les enviaré profetas y apóstoles: matarán y perseguirán a muchos de ellos. Así se pedirá cuenta a esta generación de la sangre de todos los profetas, que ha sido derramada desde la creación del mundo: desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que fue asesinado entre el altar y el santuario. Sí, les aseguro que a esta generación se le pedirá cuenta de todo esto.
¡Ay de ustedes, doctores de la Ley, porque se han apoderado de la llave de la ciencia! No han entrado ustedes, y a los que quieren entrar, se lo impiden.»
Cuando Jesús salió de allí, los escribas y los fariseos comenzaron a acosarlo, exigiéndole respuesta sobre muchas cosas y tendiéndole trampas para sorprenderlo en alguna afirmación.
Palabra del Señor
Comentario
A simple vista, por decirlo así, conmovía en la escena del Evangelio del domingo, imaginar al hombre arrodillado frente a Jesús para preguntarle: «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?». Digo que conmovía porque siempre es lindo imaginar esos momentos únicos, para Jesús y para aquellos que se encontraron con él, en los que pasó algo inolvidable, tan inolvidable que alguien quiso ponerlo por escrito para que nosotros podamos disfrutarlo hoy. Sin embargo, este encuentro, «ese arrodillarse» de este hombre, no fue como otros tantos que terminaron en perdón, en sanación, en llanto, en curaciones, como tantos que se arrodillan hoy frente a Jesús y salen con el corazón lleno de gozo, sino que este arrodillarse terminó en tristeza, no comprendió a lo que Jesús lo invitaba; y por eso podríamos decir que terminó de algún modo mal, terminó yéndose apenado y triste. Por eso, queda claro que a veces no alcanza con una postura exterior para que Jesús nos alegre el alma, si eso no va acompañado del corazón, de la disposición a dejarse invitar por él a algo distinto, algo más grande. Podemos arrodillarnos mil veces frente a él, pero si no estamos dispuestos a seguirlo, a dejar algo, a salir de la comodidad de este estar «cumpliendo» los mandamientos, no nos alcanza, nos «falta una cosa», nos falta lo más importante, en el fondo nos falta el amor.
Pero vamos Algo del Evangelio de hoy, que además de enseñarnos hasta dónde puede llegar el amor de Dios, también nos quiere mostrar hasta dónde puede llegar la cerrazón y la crudeza del pecado; la cerrazón del corazón del hombre que, cuando no quiere ver, cuando no quiere escuchar, cuando no quiere sentir, casi que se vuelve un imposible para Dios –diríamos así–, casi que es imposible para Dios doblegarnos. Él es tan respetuoso de nuestra libertad, que cuando nosotros no queremos, él no quiere doblegarnos, no se impone, no nos obliga a nada, aunque por supuesto que para él todo es posible.
Estos fariseos no querían ver, no podían salir de su encierro; por ahí eso no te pasa a vos, pero por ahí lo ves hacia afuera y lo vemos en el mundo de hoy, en nuestro trabajo, en la televisión, vemos maldad, cerrazón, ceguera de tantos que se empecinan en hacer el mal y no quieren dejar de hacerlo. Lo vemos también en la Iglesia. Pero bueno, no nos amarguemos… A Jesús le pasó lo mismo, a Dios le pasa lo mismo. Ni el mismo Hijo de Dios pudo con ellos, aunque murió por ellos; y esto es lo más importante, murió también por ellos.
¿Vos crees que nosotros podemos doblegar los corazones duros?, ¡no lo sé! Lo que sí podemos hacer es rezar y ofrecer también nuestra vida por aquellos que hacen el mal y se empecinan en seguir haciéndolo. Sabemos lo que Jesús dice hoy: ellos tendrán que dar cuentas de todo el mal que hicieron. Los malvados finalmente tendrán que dar cuenta a Dios del mal que les hicieron a tantos justos y que sigue también sucediendo en tantos aspectos de nuestra vida, cuando vemos que sufren tantos inocentes por culpa de la maldad de otros; eso habrá que dejárselo a Dios, le corresponde a él.
Y lo segundo que podemos sacar, de esta escena de hoy, es considerar que algún grado de soberbia también nosotros tenemos. Ayer veíamos que la primera hija de la soberbia es la vanidad; hoy podemos ver otras dos hijas menores de este vicio, que es la ambición y la presunción. La ambición es ese querer desordenado de honor, de fama. Es válido cuidar nuestro buen nombre, decíamos, pero a veces podemos ambicionarlo a costa de todo, por ejemplo, a través de la crítica, de la calumnia, de la mentira, de la traición. Muchas veces hacemos de todo para llegar a «quedar bien» y que nos tengan por «buenos». Y una cosa lleva a la otra, y todo tiene su raíz en esta ambición desmedida de nuestro buen nombre. ¿Cuántas veces mentimos para quedar bien? ¿Cuántas veces hemos criticado para quedar bien? ¿Cuántas veces hemos traicionado la confianza de alguien para que nosotros quedemos bien? Es para seguir pensando…
Y la presunción es intentar aquello que no nos da la capacidad y las posibilidades; diríamos en Argentina: «es querer hacer lo que en realidad no nos da, no nos da el cuero». Es el sentirnos omnipotentes, el creer que puedo con todo y no reconocer que a veces no nos da la vida ni el corazón para todo. Soy presuntuoso cuando no delego y pretendo hacerlo todo yo, cuando controlo todo. Podríamos decir que a veces hay una sana inconsciencia y un coraje que nos anima a hacer cosas que no sabemos, pero al mismo tiempo tenemos que saber reconocer nuestros límites, ser humildes y realistas. Ese es el gran desafío de hoy: seguir pidiendo a Jesús que nos libre de caer en este gran pecado de orgullo y soberbia, y que nos haga humildes de corazón. Por eso repitamos hoy cuantas veces podamos: «Jesús, manso y humilde de corazón, haz nuestro corazón semejante al tuyo».