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XXVIII Jueves durante el año

Dijo el Señor:

«¡Ay de ustedes, que construyen los sepulcros de los profetas, a quienes sus mismos padres han matado! Así se convierten en testigos y aprueban los actos de sus padres: ellos los mataron y ustedes les construyen sepulcros.

Por eso la Sabiduría de Dios ha dicho: Yo les enviaré profetas y apóstoles: matarán y perseguirán a muchos de ellos. Así se pedirá cuenta a esta generación de la sangre de todos los profetas, que ha sido derramada desde la creación del mundo: desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que fue asesinado entre el altar y el santuario. Sí, les aseguro que a esta generación se le pedirá cuenta de todo esto.

¡Ay de ustedes, doctores de la Ley, porque se han apoderado de la llave de la ciencia! No han entrado ustedes, y a los que quieren entrar, se lo impiden.»

Cuando Jesús salió de allí, los escribas y los fariseos comenzaron a acosarlo, exigiéndole respuesta sobre muchas cosas y tendiéndole trampas para sorprenderlo en alguna afirmación.

Palabra del Señor

Comentario

Una verdadera comida, un verdadero banquete, es el que nos lleva a comunicarnos -en el fondo cada día más- mejor entre nosotros. No imagino a Jesús devorando en una casa de familia sin escuchar a los otros, pensando solamente en la comida. Cuando alimentamos nuestro cuerpo, nos tenemos que dar cuenta que necesitamos fundamentalmente del alimento del alma, y por eso el alimento material es un reflejo de nuestra necesidad espiritual. ¿Imaginás a Jesús sentado en la mesa esperando que todos lo sirvan como si fuera un rey al estilo de este mundo? Trayéndolo al mundo de hoy concretamente, ¿imaginás a Jesús sentado en la mesa viendo televisión, preocupado por las ultimas noticias o esperando su novela, sin aprovechar la presencia de los demás? ¿Imaginás a Jesús sentándose en ese lugar estratégico donde muchos se quieren sentar como para evitar servir a los otros? ¿Imaginás a nuestro Maestro sirviéndose primero para lograr elegir siempre la mejor parte, la mejor milanesa o pedazo de carne o lo que más le gustaba? ¿Imaginás a Jesús comiendo con María y José y mientras tanto estar viendo su celular para ver si le escribía alguno que estaba lejos?

En una comida se juega mucho de nuestra disposición para servir y escuchar a los otros, aunque no lo hayas pensado nunca, aunque no lo creas. Por eso, me sale decir: «Dime cómo comes y te diré cómo amas». Jesús vino a este mundo a enseñarnos a amar, y el amor se juega también en los detalles, el amor se demuestra también en nuestras comidas. Sería bueno, que esto que nos enseña la Palabra, nos sirva a modo de revisión para ver cómo estamos reuniéndonos en familia, cómo son nuestras comidas familiares, nuestras comidas laborales, nuestras comidas entre amigos. El Señor nos invita a un banquete, pero no solo para comer, sino para amarnos.

Algo del Evangelio de hoy además de enseñarnos hasta dónde puede llegar el amor de Dios, también nos quiere mostrar hasta dónde puede llegar la cerrazón y la crudeza del pecado; la cerrazón del corazón del hombre cuando no quiere ver, cuando no quiere escuchar, cuando no quiere sentir. Se vuelve casi un imposible para Dios –diríamos así–, casi que es imposible para Dios doblegarnos. No porque no pueda, sino porque él no quiere doblegar nuestra libertad; la quiere atraer por amor.

Estos fariseos no querían ver, no podían salir de su encierro. Por ahí eso no nos pasa a nosotros, pero por ahí lo vemos; lo vemos en el mundo de hoy: lo ves en tu trabajo, lo ves en la televisión, en las familias, en la propia Iglesia. Vemos maldad, cerrazón, ceguera de tantos que se empecinan en hacer el mal y no quieren dejar de hacerlo. Bueno, pero no es para amargarse y ser profetas de calamidades y de amarguras. A Jesús le pasó lo mismo, a Dios le pasa lo mismo hoy. Ni el mismo Jesús pudo con ellos, aunque también murió por ellos –y esto es lo importante–. Murió por ellos y por todos los que hoy también se empecinan en hacer el mal.

Jesús es claro: «Ellos tendrán que dar cuentas de todo el mal que hicieron». Los malvados tendrán que dar cuentas al Padre del mal que le hicieron a tantos justos y hermanos, y que sigue sucediendo hoy en tantos aspectos de nuestra vida donde vemos que sufren tantos inocentes por culpa de la maldad de otros. Eso hay que dejárselo al Señor, le corresponde a él. No nos toca a nosotros juzgar, solo intentar evitarlo cuando esté al alcance de nuestro corazón.

Otra reflexión que podemos sacar de este evangelio es considerar que algún grado de soberbia también nosotros tenemos y vivimos. La soberbia decimos que se manifiesta de muchos modos. Hoy nos podemos enfocar en dos, en la ambición y la presunción.

La ambición es ese querer desordenado de honor, de fama. Es válido cuidar nuestro buen nombre, pero a veces podemos ambicionarlo a costa de cualquier cosa, de todo; por ejemplo, a través de la crítica, de la calumnia, de la mentira, de la traición. Muchas veces hacemos de todo para llegar a «quedar bien» y que nos tengan por «buenos».

¿Cuántas veces llegamos a mentir para quedar bien? ¿Cuántas veces criticamos para quedar bien? ¿Cuántas veces hemos traicionado la confianza de alguien para que nosotros quedemos bien?

Y la presunción es intentar aquello que no nos da la capacidad y las posibilidades; diríamos en Argentina: «es querer hacer lo que no nos da el cuero». Es el sentirnos omnipotentes, el creer que puedo con todo y no reconocer que a veces no nos da la vida ni el corazón para hacer todo lo que pretendemos. Por ejemplo, soy presuntuoso cuando no delego y pretendo hacer todo yo, cuando quiero controlarlo todo y no dejo libertad a los demás. Puede ser que a veces tengamos una sana inconsciencia y un coraje que nos anima a hacer cosas que no sabíamos; pero, al mismo tiempo, tenemos que saber reconocer nuestros límites, ser humildes y realistas.

Este es el desafío que me propongo para hoy: seguir pidiendo a Jesús que nos libre de caer en este gran pecado del orgullo y la soberbia y que nos haga mansos y humildes de corazón.