Cuando Jesús terminó de hablar, una mujer levantó la voz en medio de la multitud y le dijo: «¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!»
Jesús le respondió: «Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican.»
Palabra del Señor
Comentario
Siempre al terminar una semana, una semana de trabajo, una semana donde a veces no tenemos tanto tiempo para dedicarle a lo que decimos simbólicamente, o de manera concreta también, a las cosas de Dios. Pero que también esa frase tiene su peligro, porque como que dividimos, como que parece que las cosas de Dios están fuera de nuestra vida ordinaria, separadas. Y, sin embargo, siempre tenemos que decir que las cosas de Dios finalmente son también nuestras cosas, que las cosas de Dios son las cosas de este mundo, por supuesto, las que se orientan a él. Pero desde que Dios se hizo hombre, desde que el Hijo de Dios se encarnó en María y nació entre nosotros y vivió como nosotros, padeció también como padecemos nosotros, se alegró como nosotros; desde ese instante, que cambió la historia de la humanidad, el mundo es cosa de Dios, fundamentalmente porque él lo tocó, él se hizo hombre. Y, por lo tanto, no deberíamos separar. No deberíamos decir que las cosas de Dios son, por ejemplo, hacer algo para él, un apostolado, la oración, la adoración, nuestra participación en la misa; sino que también las cosas de Dios son las cosas de cada día: nuestra familia, nuestro trabajo, nuestros silencios, nuestros cansancios, nuestras alegrías, nuestras tristezas.
Todo es de Dios si yo se lo entrego a él. Por supuesto que lo único que no es de Dios es el pecado y la mundanidad, o sea, la mentalidad de este mundo que va en contra de la verdad, del amor, de la belleza y todo lo que Dios desea que reluzca en este mundo. Por eso, aunque aparentemente no nos hayamos ocupado de las cosas de Dios en una semana, tenemos que decir que todo fue de Dios. Aprovechemos para ofrecérselo a él y decirle: «Señor, aunque no te tuve tan presente, aunque no te pensé, aunque no te recé tanto, bueno, te ofrezco todo. Te ofrezco todo lo que hice, aunque en su momento no me di cuenta». Y aprendamos a transformar en cosas de Dios todo lo que hacemos, desde que abrimos los ojos hasta que nos acostamos, incluso nuestro sueño. Porque como dice el salmo: «Hasta de noche me instruyes internamente». ¡Tengo siempre presente al Señor: con él a mi derecha no vacilare!». Hasta en los sueños podemos tener presente al Señor. Hasta en los sueños Dios nos puede mandar un mensaje, nos puede decir algo.
Bueno, y Algo del Evangelio de hoy, Jesús responde algo muy importante, que nos tiene que hacer mucho bien y hacer reflexionar demasiado: «Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican». ¿Por qué Jesús dijo esto ante esa especie de alabanza, esa mujer que levantó su voz en medio de la multitud y le dijo: «¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!» ?; como diciendo «es feliz la Virgen porque ella te tuvo, porque ella te amamantó, porque ella te llevó en su vientre, porque ella te tuvo en sus brazos». Sí, es verdad. Seguramente la Virgen fue feliz por ese vínculo también de sangre, porque Jesús también tuvo la sangre de María. Sin embargo, esta mujer, al levantar la voz así, se olvidó una parte o no la sabía y es por eso que Jesús nos enseña que la verdadera felicidad no se basa en cosas meramente humanas, en vínculos de sangre por más lindos que sean y por más bien que nos hagan, por supuesto, porque nuestra familia es el gran regalo de Dios. Pero todos sabemos y tenemos la experiencia que a veces los vínculos de sangre no son los que hubiésemos soñado, los vínculos de sangre a veces no se comportan como quisiéramos, los vínculos de sangre incluso nos han herido y mucho más las cosas de este mundo. No somos felices simplemente por tener cosas, no somos felices porque nuestros proyectos vayan para adelante y salgan como quisiéramos, sino que la verdadera felicidad, que tenemos que aspirar, es la de escuchar y vivir; escuchar lo que Dios nos dice, que podríamos resumirlo en una gran palabra: «Te amo. Yo te amo, yo te di la vida.”
Te di todo para que la disfrutes, pero también para que pongas tu mirada en el cielo, para que te des cuenta de que, en realidad, tu vida es para entregarla y para llegar a la Vida eterna, donde ahí sí, verdaderamente, seremos felices y en donde incluso, debemos decir los vínculos de sangre no serán los de esta tierra». Llevaremos todos la misma sangre del Hijo de Dios, que la derramó por nosotros y se entregó, y viviremos una hermandad verdadera, profunda, duradera y eterna y una felicidad que no nos caberá en el corazón. Porque será tan grande que «ni el ojo vio, ni el oído oyó, aquello que Dios tiene preparado para los que lo aman».
Concentrémonos en buscar esa felicidad. Todo lo demás es pasajero, incluso los vínculos de sangre. Felices seremos si hoy escuchamos la Palabra de Dios, esto que nos regaló el Evangelio de hoy, y lo practicamos.