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XXVII Lunes durante el año

Un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?»

Jesús le preguntó a su vez: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?»

El le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo.»

«Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida.»

Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?»

Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: “Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver.”

¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?»

«El que tuvo compasión de él», le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: «Ve, y procede tú de la misma manera.»

Palabra del Señor

Comentario

No esperemos a perder lo que creíamos tener para valorar lo que tenemos. Valorar algo, amarlo, no es poseerlo, no es «hacernos los dueños», sino es colocarnos en el lugar que corresponde; como participes de una obra mucha más grande que, en realidad, no es nuestra, sino que es del Padre. La viña no es nuestra. Estamos de paso y estamos para dar frutos que le corresponden a Dios, al Padre, al dueño de la viña. Esta será la idea de fondo de esta semana. Retomando el evangelio de ayer, cuando nos «adueñamos» de las personas, de los dones y de las cosas, al final de cuentas nos quedaremos sin nada, porque se nos quitará «aun lo que creíamos tener».

¿Qué tenemos en nuestra vida que no hayamos recibido? Y si lo recibiste, si lo recibimos, ¿por qué nos engrandecemos como si no lo hubiéramos recibido? Algo así dice San Pablo. Vivamos esta semana, empecemos este lunes, con este espíritu. Valoremos lo que tenemos, cuidémoslo; pero dejémoslo libre, no es nuestro. Valorá a tu esposa, a tu marido, a tus hijos, a tus padres, tu trabajo, tu profesión, tus bienes, la fe, la oración, la Palabra de Dios, tu servicio, tu apostolado. Valóralo, pero valóralo como un regalo que será regalo si le das la libertad y no te lo adueñas.

Hoy es un buen día para que estas palabras de Jesús, para que Algo del Evangelio no sea solo una linda parábola y decir: ¡Qué linda parábola!; sino para darnos cuenta que Jesús nos cuenta esta parábola para que nos vayamos transformando en buenos samaritanos de los demás, de tanta gente que anda tirada por el costado del camino, de los que tenemos cerca de nosotros y de los que vemos todos los días.

Y esto es muy importante, porque nosotros los cristianos siempre corremos el riesgo de ser muy solidarios y caritativos y hacer un montón de cosas por los demás –incluso con mucho esfuerzo–. Pero podemos hacerlo con personas que finalmente elegimos, con actividades que hacemos y realizamos fuera del ámbito de nuestra vida, de nuestra familia, para otros que necesitan. Y eso por supuesto que está muy bien -no digo que esté mal–, pero no termina de estar bien si no aprendemos a ser buenos samaritanos con los que nos cruzamos por el camino; con los que nos cruzamos por casualidad, por decir así, como dice la parábola; con los que Dios puso en nuestro camino, como nuestra familia. Todos andamos por el camino de la vida «topándonos» con personas golpeadas por otros, golpeadas por la vida. Pensalo, pensemos en esto hoy. Entonces está bien que «planeemos» la caridad, que la Iglesia lo haga, pero también tenemos que aprender a hacer caridad y ser buenos con los que se nos presentan, con lo no planeado, con los que «interrumpen» nuestro tiempo y nos sacan el tiempo que habíamos pensado dedicarlo a otra cosa. Y eso es lo que muchas veces olvidamos. No hacemos el bien para calmar nuestra consciencia. No hacemos el bien para calmar nuestra sed de ser «buenos», para que nos feliciten, para que nos digan qué caritativos somos; sino que hacemos el bien y debemos hacerlo por Alguien –con mayúscula– que lo hizo también por nosotros: con Jesús.

Antes que nada, no hay que olvidar que nosotros somos los hombres y mujeres que fuimos rescatados al borde del camino por Jesús, que se hizo prójimo nuestro, se hizo hombre, se hizo buen samaritano de cada uno, con corazón, de corazón a corazón.

Te propongo que hoy intentemos andar más despacio por la vida. Hagamos el esfuerzo, tratemos de no correr. Al dejar de correr vamos a poder ver mejor a nuestro alrededor y, si vemos mejor, seguro que vamos a poder compadecernos de alguien que la pasa peor que nosotros. Es casi imposible pasar un día sin ver a alguien al costado del camino de la vida que necesita de nuestra ayuda. Y si no -si no estás en un ambiente así–, pensá en alguien, rezá por alguien, ayudá a alguien, llamá a alguien. Pero no solo con dinero y de lejos, sino conmoviéndote, acercándote, vendando sus heridas, cubriéndolas con aceite, poniéndolo sobre tu montura, llevándolo a donde puede ser cuidado y pagando por ello si es necesario.

Todo esto son signos de que no se puede «amar a distancia», no se puede amar virtualmente. No podemos amar en serio si no nos vemos, si no tocamos la realidad, si no hablamos, si no conocemos al que sufre, corazón a corazón.