Un día en que Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él, les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?»
Ellos le respondieron: «Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los antiguos profetas que ha resucitado.»
«Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?»
Pedro, tomando la palabra, respondió: «Tú eres el Mesías de Dios.»
Y él les ordenó terminantemente que no lo dijeran a nadie.
«El Hijo del hombre, les dijo, debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día.»
Palabra del Señor
Comentario
Discutir por saber quién es el más grande es algo más común de lo que imaginamos dentro de la Iglesia, de los que somos discípulos, es bastante cotidiano. Además, nuestra cultura está impregnada de actitudes, lemas y enseñanzas que nos inducen a estar continuamente compitiendo por ver quién es el más grande, con lógica muy humana. No es algo únicamente personal o una debilidad del corazón, sino que también de afuera se nos promueve, el mundo nos anima siempre a eso, el mundo es exitista. En nuestras familias, de un modo o de otro, también nos enseñaron a competir. En los colegios, en las escuelas, en las universidades, en los clubes, en las empresas, en todos lados se nos «bombardea» continuamente para animarnos a ser los primeros, los más grandes. En las competencias, en general, al terminar, hay un podio, en el que solo entran el primero, el segundo y el tercero, los demás pasan al anonimato; es más, el segundo y tercero también, quedan en el olvido. El mundo solo recuerda al que fue primero en algo. Esa es la mirada mundana, y muchas veces la nuestra sobre lo que es ser grande y primero.
Sin embargo, Jesús, en el Evangelio del domingo, tira el podio del mundo al tacho de la basura: «El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos». Para él en el fondo no hay podios, no hay primeros, segundos y terceros, y los demás no existen, sino que, para él, para nuestro Padre, todos somos considerados «primeros». No hay merecimientos, en principio, no hay galardones por haber hecho lo que el mundo considera grande. ¡Menos mal! Esto es una buena noticia, porque es lindo saber que Dios nos mira de otra manera, que Jesús nos enseña que el deseo de grandeza debemos, por decir así, «canalizarlo» a través de nuestra entrega, de nuestro servicio, del amor; esa es la verdadera grandeza a la cual debemos aspirar, después podremos ser más o menos reconocidos, pero Dios mira otra cosa. Por eso Jesús no rechaza el deseo de grandeza de sus discípulos, sino que les muestra que las discusiones son fruto de entender mal cuál es la verdadera grandeza.
Que el Señor nos sane de discutir sin sentido, porque no nos conduce a nada, sino únicamente a alejarnos de los demás, por no entender que, para él, ya somos grandes y nos aleja de los demás porque nos terminamos viendo como competidores y no como hermanos. El escuchar el Evangelio nos debería llevar también a tener una actitud de oración. La Palabra de Dios no es para estudiar, para sacar grandes conclusiones, es más bien para rezar, para abrir el corazón.
Por eso pienso que podemos quedarnos con una actitud muy linda de Jesús en el Algo del Evangelio de hoy, donde dice que Jesús oraba a solas.
Él buscaba momentos de oración solitarios para estar lleno de la compañía de su Padre. Es lo que también necesitamos nosotros –vos y yo– en el día a día; es como el aire del alma, tiene que ser como el aire de nuestros pulmones. Sin este aire, no podemos respirar. Necesitamos todos de este silencio, de esta soledad.
Vos que sos madre necesitás empezar el día sola un ratito; o también al terminarlo, cuando todos se van a dormir, apagar la luz de tu habitación y sentarte en un sillón, en una silla, estar sola con Dios, con tu Padre; dejar todo, frenar para pensar y ofrecer todo lo que hiciste, todo lo que entregaste en este día, para darle el verdadero sentido a tu día. Lo necesitás, lo necesitamos. Jesús estando con sus discípulos lo hizo, nosotros también podemos hacerlo, porque lo necesitamos.
Vos que te la pasás trabajando todo el día, que sos padre, o simplemente que trabajas para mantenerte, si no frenás cinco o diez minutos por día y te apartás para mirar lo que pudiste hacer, para descargar las cosas que viviste, las tensiones, para agradecer a tu mujer lo que tenés, para maravillarte del don de la vida de tus hijos –los que están viviendo con vos–; ¿cómo pensás que vas a llegar a fin de mes o a fin de año? Es imposible.
No solo tenemos que pensar cómo llegar a fin de mes con el dinero, sino con el corazón, ¿cómo pensamos que vamos a llegar? Si tenemos dinero, pero nos falta paciencia y la paz del corazón, ¿de qué sirve haber llegado a fin de mes con nuestros gastos?
Vos que sos hijo o hija y estudiás día a día, o vas al colegio o vas a la universidad, pero trabajás también y, además, esperás que llegue el fin de semana para hacer mil cosas y no perderte nada con tus amigos; ¿cómo decís que no podemos frenar diez o quince minutos por día para estar en silencio con tu Padre del cielo que siempre nos escucha? Es posible poner tantas excusas, pero ¿cuánto tiempo pasamos frente al celular, a la televisión, a la computadora y a las cosas que nos gustan? ¿Es verdad realmente que no podemos estar diez minutos en silencio con nuestro Padre? Pensémoslo, porque sin momentos a solas con Dios, no podemos pretender conocerlo y crecer en la fe; nuestra fe va a ser muy «superficial».
Es una cuestión, en definitiva, de amor, no alcanza a veces con escuchar este audio de algunos minutos; es necesario profundizar, estar con nuestro Padre en silencio en una Iglesia, en nuestra habitación, en nuestro jardines… Todos podemos hacerlo, no hay excusas, incluso nosotros, sacerdotes y consagrados.
San Juan Pablo II, recuerdo que, cuando estuvo en la Argentina, hace muchísimos años, decía que «el que dice que no tiene tiempo para orar, para estar a solas con Dios; lo que le falta no es tiempo, sino amor». Es así, tenemos que aceptarlo, es una cuestión de amor. A todos nos falta un poco de amor, nos falta esta certeza de que la oración es realmente el diálogo profundo con nuestro Padre del cielo.
Ojalá que hoy podamos lograr esos cinco, diez o quince minutos –aparte de este audio– de silencio, para estar a solas con nosotros y con Dios, para profundizar lo que escuchamos, para agradecer lo que tenemos. Podemos hacerlo, intentémoslo, todos podemos hacerlo.