Mientras todos se admiraban por las cosas que hacía, Jesús dijo a sus discípulos: «Escuchen bien esto que les digo: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres.»
Pero ellos no entendían estas palabras: su sentido les estaba velado de manera que no podían comprenderlas, y temían interrogar a Jesús acerca de esto.
Palabra del Señor
Comentario
La escucha de la Palabra de Dios no debe carecer de algo fundamental: la constancia. La constancia es una de las virtudes que más escasean en nuestros corazones, de aquellos que se proponen alcanzar una meta y, por supuesto, de los que nos propusimos seguir a Jesús, nuestro Maestro. Son muchas las situaciones o los textos de la Palabra de Dios en los que se menciona esta virtud. Recuerdo ahora cuando Jesús les dijo a sus discípulos: «Gracias a la constancia salvarán sus vidas», o bien cuando les explicó la parábola del sembrador y les dijo: «…pero no la deja echar raíces, porque es inconstante» –por lo negativo–. No vamos a explicar estos textos, pero me gustaría que nos quedemos con esta idea de fondo en este sábado, en el que intentamos perseverar, ser constantes en la escucha diaria, de la maravillosa aventura de conocer lo que Dios Padre desea de nosotros.
Son muchísimos los testimonios de personas, de corazones que gracias a la constancia fueron encontrando el camino de Jesús, que van descubriendo la maravillosa propuesta del seguimiento, y lo equivocado que estamos, a veces, cuando no sabemos interpretar sus palabras y enseñanzas. En realidad, no necesito contarte los testimonios, incluso, si te animás, podés dejarnos el tuyo en nuestra página: www.algodelevangelio.org. Porque es algo que podés comprobar por vos mismo, vos misma, con la experiencia de tu vida. ¿Cuántas cosas alcanzaste gracias a tu constancia, gracias a no haber bajado los brazos nunca, a seguir luchando y confiando? Si logramos tantas cosas materiales o proyectos o sueños gracias a la constancia, a la tenacidad… ¿cómo bajar los brazos en la escucha de la Palabra de Dios? ¿Cómo rendirse cuando vamos descubriendo que solo él puede darnos la alegría del corazón, el gozo eterno?
Recuerdo que en una caminata que hicimos con mi comunidad una vez en la montaña, una de las mujeres que se animó a desafiar la naturaleza –bastante más grande que los jóvenes que caminaban– en un momento sintió que no podía más, que sus piernas ya no le respondían, y entonces, con mucho dolor, incluso llorando, decidió quedarse. Sin embargo, seguíamos mirándola, mientras subíamos, con la esperanza de que se iba a levantar. Habíamos propuesto que ella se quede ahí, que nos espere para la vuelta. Seguíamos mirando y soñábamos que se iba a animar a seguir, a ser constante en sus pasos, en su decisión. ¿Y sabes qué? Fue así. De repente, nos dimos vuelta en un momento y vimos que tomó su bastón para seguir y llegó nomás. Llegó con lágrimas en los ojos, pero llena de gozo por haber podido, valga la redundancia, lograr lo que soñaba: llegar a la cumbre. Eso es lo que a veces nos pasa en la vida. Esa debe ser nuestra actitud para seguir y amar a Jesús (no bajar los brazos, aunque parezca imposible, volver a levantarnos si nos caímos, una vez más, volver a confiar, ser constantes). Lo mismo hizo Jesús en su vida, en su paso por la tierra. Lo mismo sigue haciendo, o ayudando a que podamos hacerlo nosotros. Jamás baja los brazos, siempre nos busca. Siempre desea que lo busquemos. No se cansa de esperarnos, es constante, incluso en el dolor.
Algo del Evangelio de hoy es un anticipo de la constancia que Jesús tuvo en su vida, hasta el final, incluso sabiendo lo que le esperaba. Las palabras de nuestro Maestro parecen ser pesimistas o extrañas. Son un anuncio de «pájaro de mal agüero», como dice el dicho. «Mientras todos se admiraban por las cosas que hacía, él dijo a sus discípulos: “Escuchen bien esto que les digo: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres”». En medio de la admiración, no se guardó el vaticinio de lo que vendría. Todo parecía muy lindo, todos lo elogiaban, los discípulos iban felices y orgullos de ser sus amigos –seguro que con el pecho inflado–, pero él no tuvo problema en decirles la verdad: en algún momento llegaría la cruz.
¿Por qué Jesús actúo de esa manera?, podríamos preguntarnos.
¿Por qué en medio de la euforia y la fascinación por los prodigios que hacía les dio tan mala noticia? Bueno, las respuestas podrían ser muy variadas. La más simple y concreta es por la sencilla razón que les dijo la verdad. Quería que sepan la verdad, no tenía por qué ocultarla. El espanto ante la cruz hubiese sido mucho peor de lo que fue si Jesús les hubiera ocultado lo que iba a pasar, lo que las autoridades y el mismo pueblo le iban a hacer. Lo increíble es que, aun sabiendo la verdad, sus amigos en el momento del dolor huyeron despavoridos. No pudieron soportar su miedo y se escondieron. Otra respuesta, enlazada con la primera, es que Jesús quiso prepararlos para el momento de dolor, aunque parezca que por los hechos no valió la pena, que no sirvió para nada. Sin embargo, no es así, porque el discípulo amado sí estuvo en la cruz con María y las mujeres y, a pesar de que todos se escaparon, e incluso lo negaron como Pedro, esas palabras quedaron grabadas en sus corazones, como espina en su consciencia, como enseñanzas para sus propias vidas, para lo que vendría, la vida de la Iglesia –la tuya y la mía–.
No deberíamos tener problema en decir todos que, tarde o temprano, nos tocará de alguna manera pasar por la cruz de esta vida. No sería malo también decírselo a tus hijos, a los que tenés a cargo. Sería de necios ocultar o pintarrajear la vida de color de rosas cuando la experiencia nos enseña y nos dice que cierto sufrimiento es inevitable, tengamos fe o no. Ese es otro cantar. Ver y entender la vida con toda su belleza y crudeza es necesario. Es falsa la espiritualidad cristiana de un optimismo medio ingenuo, mal entendido; de una alegría sin fin, sin cruces, sin entrega, sin sacrificios. Y esto es algo que lamentablemente muchos hoy lo proponen, creyendo que será más atractiva la decisión de seguir a Jesús. Sin embargo, es un engaño que no da frutos, que es «pan para hoy y hambre para mañana». Por eso tantos abandonan la fe, porque no se les dijo todo de un principio. También es falsa la espiritualidad cristiana casi masoquista, que habla exclusivamente del dolor y del sacrificio olvidándose de la belleza de la vida y que, además, la cruz, para el que ama, termina siendo gozosa y llena de vida.
Conclusión: como siempre, ambas dimensiones van de la mano y no se pueden separar. Lo vivió Jesús. Lo anunció, lo anticipó también cuando dijo: «Tendrán un gozo que nadie les podrá quitar». Y por eso quiere que nosotros también podamos comprenderlo, aunque a veces nuestro entendimiento parezca velado.