Jesús convocó a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar a toda clase de demonios y para curar las enfermedades. Y los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos, diciéndoles: «No lleven nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tampoco dos túnicas cada uno. Permanezcan en la casa donde se alojen, hasta el momento de partir. Si no los reciben, al salir de esa ciudad sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos.»
Fueron entonces de pueblo en pueblo, anunciando la Buena Noticia y curando enfermos en todas partes.
Palabra del Señor
Comentario
«Ustedes ambicionan, y si no consiguen lo que desean…», decía la Carta de Santiago en la segunda lectura del domingo, un poco relacionado con el Evangelio también. Andamos por el camino hablando de cosas que no tienen nada que ver con lo que Jesús nos habla. Lamentablemente la palabra ambición está siempre cargada de negatividad, pero si consideramos la ambición como el deseo de obtener ciertos bienes, en sí misma, deberíamos decir que no es mala ni buena, sino depende de qué se hace con ella. Los deseos bien conducidos son los que nos mantienen con vida, los deseos mal llevados son los que nos llevan a la muerte del corazón. Además, una cosa es ambicionar o desear, y otra cosa es ser ambiciosos sin escrúpulos y que eso no lleve a toda clase de excesos, como también decía Santiago: «…matan; envidian, y al no alcanzar lo que pretenden, combaten y se hacen la guerra». El matar y envidiar serían los extremos, pero, en definitiva, no desear lo que desea Jesús nos lleva tarde o temprano a la rivalidad, al combate, a la guerra, a no ver a los demás como hermanos, sino como competidores, a discutir. Eso les pasó a los discípulos, que peleaban por ver quién era el más grande. Lo más lindo es aprender a desear lo que quiere Jesús de nosotros, o sea, a buscar ser los primeros, pero a su estilo, a no ver a los demás como obstáculos a sobrepasar, sino como hermanos a amar y a elevar. Si todos ambicionáramos amar a los otros, discutiríamos mucho menos, evitaríamos cientos de peleas y problemas en los ambientes en donde nos toca estar. La ambición desmedida en medio de este mundo competitivo es entendible; ahora, la ambición olvidadiza de los consejos de Jesús, dentro de la Iglesia, de sus discípulos, es la que no podemos aceptar, y debemos tratar de extirpar. No podemos «andar por el camino» de la vida, siguiendo a nuestro Maestro, luchando por ser los más grandes, sin comprender la grandeza que nos propone Jesús.
En Algo del Evangelio de hoy, Jesús convoca a doce personas; a doce de carne y hueso, bastantes normales, como vos y yo; a los doce que él quería y a los cuales les dio el privilegio de que lo conozcan durante algunos años para que, conociéndolo, amándolo puedan hacer lo mismo que él y continuar su obra en el mundo. ¿A qué cosas?, te preguntarás.
Primero, a anunciar que el Reino del Padre no es algo que llegará algún día, sino que es algo que ya llegó, que está entre nosotros desde que el Hijo de Dios se hizo como uno de nosotros.
Segundo, a luchar contra el malo, contra aquel que busca por todos los medios posibles evitar que el hombre se haga humilde para comprender estos misterios. También a sanar las enfermedades físicas como signo de aquellas enfermedades que nos impiden recibir el mensaje del Reino de Dios Padre. La tarea que Jesús les encomienda a estos hombres es la tarea encomendada a la Iglesia, a la Iglesia de todos los tiempos, también la que nos encomienda a nosotros, en este mismo momento. Los apóstoles fueron las columnas de la Iglesia, los hombres que, gracias al poder dado por Jesús, pudieron continuar su obra y gracias a ellos, esta obra pueda extenderse por todos los siglos. Vos y yo, de alguna manera, también –no te olvides– somos apóstoles, también somos piedras vivas de este gran edificio que es la Iglesia. La fuerza y la eficacia de esta obra que nos pide es justamente no utilizar ninguna fuerza ajena a la que Jesús ya nos dio. La fuerza y la maravilla del Evangelio pierde su fuerza, valga la redundancia, cuando queremos nosotros mismos agregarle «accesorios» que lo único que hacen es opacar la atracción propia que ya tiene. Por eso Jesús los manda casi sin nada, los envía a ellos mismos y con la fuerza de su palabra, y les manda que eviten llevar cosas que les pueda hacer pensar que gracias a esas cosas la Palabra será más eficaz, esa es la gran tentación de siempre.
Todos deseamos eficacia y éxito en las cosas que hacemos. La Iglesia de todos los tiempos siempre deseó que el Evangelio penetre todas las realidades, en todos los hombres.
Sin embargo, muchas veces vivimos frustrados o entristecidos cuando pensamos y ponemos todas nuestras energías en los medios para evangelizar, y no en la fuerza misma del Evangelio, que es justamente –como dijimos al principio– no aplicar ninguna fuerza externa. Anunciar y anunciar, con lo que somos y tenemos. Anunciar la Palabra de Dios que es viva y eficaz en la medida en que nosotros la vivimos y en la medida que ya fue eficaz en nuestras vidas. Además, la eficacia del anuncio del Evangelio es la mayoría de las veces casi imperceptible, crece en el silencio de las noches, crece en el silencio de los corazones y jamás va a ser anunciado con bombos y platillos en la televisión.
Mucho se habla de estas cosas, de que la Iglesia debe saber anunciar el mensaje de Jesús, de que nosotros tenemos que saber utilizar distintos medios de comunicación para llegar mejor al mundo. Es verdad, podemos usar muchos medios distintos, pero cuidado, nada de eso sirve si con eso opacamos lo más esencial del Evangelio: la humildad, la sencillez por medio de la cual Jesús quiso mostrarle al hombre su amor y su deseo de salvarlo. Que su fuerza y transformación no radica justamente en eso, sino en el amor. Solo viviendo y comprendiendo esto, viviremos en paz con nosotros mismos y con los demás, evangelizando sin ponernos en el centro, sino solo como servidores. Nosotros regamos, él hace crecer. Mientras más cosas carguemos o creamos que necesitamos, menos brillará el poder de Jesús y más confundiremos al que escucha.