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XXV Miércoles durante el año

Jesús convocó a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar a toda clase de demonios y para curar las enfermedades. Y los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos, diciéndoles: «No lleven nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tampoco dos túnicas cada uno. Permanezcan en la casa donde se alojen, hasta el momento de partir. Si no los reciben, al salir de esa ciudad sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos.»

Fueron entonces de pueblo en pueblo, anunciando la Buena Noticia y curando enfermos en todas partes.

Palabra del Señor

Comentario

Cuando consideramos que el Reino de los Cielos, el Reino de los Hijos de Dios -los hijos de un mismo Padre y miles y millones de hermanos-, es una especie de carrera para ver quién llega primero o para ver quién recibe más, o para ver y medir las cosas a un modo humano por la «meritocracia» humana, erramos el camino. En realidad, «no entendimos nada», como decimos a veces. Y es así. Como decía la lectura de Isaías del domingo: «Porque los pensamientos de ustedes no son los míos, ni los caminos de ustedes son mis caminos». Nuestro Padre no quiere que nuestra vida sea una competencia. No hay que trasladar la carrera que nos propone este mundo por ser «mejores» -que muchas cosas está bien- al Reino de los Cielos. Es otra cosa, otra medida, otra justicia. Ese era un poco el planteo de fondo de la parábola del propietario y los trabajadores de la viña.

Ninguno de nosotros, estrictamente hablando, se merece nada, aunque suene duro decirlo. Ninguno de nosotros, en las cosas que vienen de Dios, se merece más que el otro también -si nos merecemos algo-, más que el de al lado. Los méritos son de Cristo. Él pagó nuestras deudas. Y, claramente, al final de los tiempos, al final de nuestra vida -y a eso se refería la parábola-, recibiremos el mismo regalo, el regalo del cielo, todos por igual, hayamos trabajado muchísimo, más o menos o muy poco. El tema no está en el tiempo, en la cantidad, sino en haber aceptado la invitación de Dios. Por eso hay que salir del esquema de la «meritocracia» humana. Vuelvo a repetir: no se aplica al Reino de Dios. La meritocracia será aplicable en otros temas. Así no piensa nuestro Padre. Hay que alegrarse de trabajar por él desde ahora, alegrándose de que nos haya llamado a servirlo. Qué lindo, qué alegría que el Padre salga a buscarnos a la mañana, a media mañana, al mediodía, a la tarde, a media tarde o al final de la tarde. Amándolo, lo demás, lo demás vendrá por añadidura.

En Algo del Evangelio de hoy Jesús convoca a doce personas, a doce hombres de carne y hueso, bastantes normales diríamos, como vos y yo. A los doce que él quería y a los cuales les dio el privilegio de que lo conozcan durante algunos años, para que, conociéndolo, amándolo, puedan seguirlo y hacer lo mismo que él. ¿A qué cosas te estarás preguntando?

Primero, a anunciar que el Reino del Padre no es algo que llegará algún día solamente, sino que es algo que ya está entre nosotros y llegará a su plenitud al fin de los tiempos. Está desde que el Hijo del hombre se hizo como uno de nosotros.

Segundo, a luchar contra el malo, contra aquel que busca por todos los medios posibles evitar que el hombre se haga humilde para comprender estos misterios del Reino. También a sanar las enfermedades físicas, como signo de aquellas enfermedades que nos impiden recibir el mensaje del Padre.

La tarea que Jesús les encomienda a estos hombres es la tarea encomendada a la Iglesia, a la Iglesia de todos los tiempos también y la que nos encomienda a nosotros, en este mismo momento. Los apóstoles fueron las columnas de la Iglesia, los hombres que gracias al poder dado por Jesús pudieron continuar su obra y, gracias a ellos, esta obra pueda extenderse por todos los siglos, hasta hoy. Vos y yo de alguna manera -no te olvides- también somos apóstoles. También somos piedras vivas de este gran edificio que es la Iglesia.

La fuerza y la eficacia de esta obra que nos pide es, justamente, no utilizar ninguna fuerza ajena a la que Jesús nos dio. La fuerza y la maravilla del evangelio pierde fuerza, valga la redundancia, cuando queremos nosotros mismos agregarle «accesorios» que lo único que hacen es opacar la atracción propia que ya tiene y que hay que descubrir. Por eso, Jesús los manda casi sin nada, los envía a ellos con su corazón y la fuerza de su palabra, y les manda que eviten llevar cosas que puedan hacer pensar que gracias a ellas la Palabra será más eficaz. Esa es la gran tentación de siempre de la Iglesia, de nosotros.

Todos deseamos eficacia y éxito en todas las cosas que hacemos. La Iglesia de todos los tiempos siempre deseó que el evangelio penetre todas las realidades, en todos los hombres. Sin embargo, vivimos frustrados o entristecidos cuando pensamos o ponemos todas nuestras energías en los medios que utilizamos para evangelizar y no en la fuerza misma del evangelio, que es justamente -como dije al principio- no aplicar ninguna fuerza externa. Sé que es difícil de entender, pero es profundo.

Anunciar y anunciar, esa es nuestra tarea. Anunciar la Palabra de Dios que es viva y eficaz en la medida que yo también la vivo, en la medida que es eficaz en mi propio corazón. Además, la eficacia de este anuncio es, la mayoría de las veces, imperceptible. Crece en el silencio de las noches. Crece en el silencio del dolor, de los corazones que la aceptan. Crece en el silencio de las alegrías y jamás va a ser anunciado con bombos y platillos en la televisión.

Mucho se habla de estas cosas, de que la Iglesia debe saber anunciar el mensaje de Jesús, de que nosotros tenemos que saber utilizar distintos medios de comunicación para llegar mejor al mundo. Es verdad, está bien. Hay que usar las cosas, ¿pero de qué manera? ¿A cualquier precio? Cuidado, nada de eso sirve si con eso opacamos lo más esencial del evangelio. Cuando un sacerdote se pone por encima de Jesús, por más medios lindos que utilice -divertidos y muy aggiornados- este tiempo, de nada sirven si los que escuchan no ven a Jesús. La humildad, la sencillez por medio de la cual Jesús quiso mostrarle al hombre su amor y su deseo de salvarlo, tiene que brillar.

Solo viviendo y comprendiendo esto, viviremos más en paz con nosotros mismos y con los demás; evangelizando sin ponernos como centro, sino solo como servidores. Nosotros regamos, él hace crecer. Mientras más cosas carguemos o creamos que necesitamos, menos brillará el poder de nuestro buen Jesús y más confundiremos al que escucha. ¡Qué difícil es entender esto, pero qué necesario es transmitirlo! ¿Te imaginás si todos viviéramos y comprendiéramos esta verdad?