El tetrarca Herodes se enteró de todo lo que pasaba, y estaba muy desconcertado porque algunos decían: «Es Juan, que ha resucitado.» Otros decían: «Es Elías, que se ha aparecido», y otros: «Es uno de los antiguos profetas que ha resucitado.»
Pero Herodes decía: «A Juan lo hice decapitar. Entonces, ¿quién es este del que oigo decir semejantes cosas?» Y trataba de verlo.
Palabra del Señor
Comentario
Desear ser el más grande puede resultar algo extraño para algunos o algo reservado para unos pocos, aquellos que por ahí calificamos de soberbios, que andan por ahí. Sin embargo, ese deseo profundo de ser alguien para los otros y para nosotros mismos, fundamentalmente, o para Dios, es algo que llevamos como impreso de alguna manera en nuestro ADN psicológico, espiritual, intelectual, en nuestra alma. No nos conformamos simplemente con ser uno más del montón, al contrario, nos gusta destacarnos, aportar algo, es natural, digamos así. Puede ser que nuestra personalidad no sea tan extrovertida o deslumbrante para los demás, o en comparación con otros, pero de un modo u otro todos deseamos hacer las cosas bien, que resulten, que lleguen a buen puerto, que den frutos y, finalmente, que de alguna manera nos reconozcan. El que dice que no le interesa en absoluto, en lo más mínimo ser grande o ser alguien, como se dice, en el fondo miente, de algún modo, no por maldad, sino porque todavía no se conoce.
Ahora, la pregunta que podríamos hacernos es: ¿De qué grandeza estamos hablando? ¿Cuál es la grandeza que pretendemos y que a veces nos lleva por malos caminos? ¿Cuál es la grandeza a la cual Jesús se opuso, como para decirles a los discípulos: «El que quiera ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos»? ¿No es contradictorio? Este es el gran tema: tener claro de qué grandeza hablamos, saber que Jesús no se opuso a que deseemos grandes cosas, a que progresemos y con esos objetivos ser grandes también nosotros para la sociedad, para los demás, para la Iglesia, sino lo que él nos quiere enseñar es el camino para ser grandes, el modo de llegar a esa grandeza que solo puede venir finalmente de Dios, porque nuestros pensamientos, en definitiva, no son siempre los de él.
Y Algo del Evangelio de hoy, vemos claramente a Herodes que no sabe bien quién es Jesús: «¿Quién es este del que oigo decir semejantes cosas?». En realidad, Herodes, estaba desconcertado porque la misma gente tampoco sabía bien quién era Jesús. Pensaban que era un resucitado más, un antiguo profeta o Juan el Bautista. Había una gran confusión sobre quién era realmente Jesús. Por un lado, entendible, lógica, porque no es fácil creer en Jesús, no era fácil saber que él era el Hijo de Dios, por más que veamos con nuestros propios ojos sus milagros; y por otro lado, una sorprendente cerrazón o una gran incapacidad de abrir el corazón de aquellos que lo tenían en sus narices y no podían descubrirlo.
Fijémonos cómo a veces es más fácil pensar en cosas espectaculares o maravillosas, casi inverosímiles, que pensar en lo normal, en lo ordinario. Era más fácil pensar que ese Jesús era alguien que había resucitado, que pensar y saber realmente quién era… Un hombre como nosotros, pero al mismo tiempo Dios. Era un hombre, sí; era un hombre, pero también sabemos nosotros que era Dios hecho hombre, Dios encarnado. Por supuesto, a nosotros se nos hace más fácil, porque ya lo sabemos, lo experimentamos. Y por eso a nosotros también nos podría haber pasado lo mismo. No es fácil creer que Dios sea tan humano, tan normal. No es fácil creer que Dios se haya hecho hombre. No es fácil pensar que lo trascendente se haya hecho parte de nuestra vida, fácil pensar que lo inaccesible se hizo accesible, se haya hecho parte de nuestra vida. No es fácil pensar que lo divino se haya hecho humano. No es fácil creer, en definitiva. Por eso a veces nos pasa a nosotros esto en la vida. Nos podemos pasar la vida buscando a un Jesús deslumbrante, maravilloso, buscando a un Dios que se manifieste a lo grande, y no nos damos cuenta de que él, al hacerse hombre, vino justamente a darnos vuelta ese pensamiento, vino a hacer de lo ordinario algo extraordinario, de lo sencillo algo grande; vino a divinizar lo humano, o sea, hacer de las cosas ordinarias de nuestra vida algo grande, aunque para los ojos de los demás parezcan pequeñas, a darles un valor infinito. A nosotros puede pasarnos lo mismo.
Podemos tener a Jesús al lado, en un enfermo, en un pobre que se acerca a nosotros y que nos cruzamos a veces todos los días, en nuestra madre que nos necesita, en algún enfermo de la familia, en alguien que está solo, en la Palabra de Dios que escuchamos todos los días y la tenemos en nuestras manos, en la Eucaristía diaria y dominical –en la posibilidad de recibirla–, en la posibilidad de recibir el perdón también en la confesión; en todas esas circunstancias tenemos, de algún modo, la presencia viva de Jesús, pero si no somos capaces de verlo, nos pasamos la vida esperando grandes cosas y nos perdemos la oportunidad de encontrarnos con Jesús a quien tenemos siempre presente de tantas maneras.
Puede ser una etapa de la vida espiritual o de la fe, tuya y mía, el buscar a Dios en lo milagrosamente visible con nuestros sentidos. Puede pasarnos que en un principio andemos de milagro en milagro, o de aparición en aparición, para encontrar confirmaciones de lo que ya creemos o sino de lo que queremos creer. Hasta te diría que es normal, al principio, y a veces necesario, si no Dios no se seguiría manifestando a veces tan claramente. Pero al mismo tiempo es necesario ir desprendiéndonos de ese modo de encontrar a Jesús en nuestras vidas, para no depender absolutamente de eso, porque no es lo normal y ordinario. Jesús está siempre, lo veamos o no, no depende de nuestros sentidos o sentimientos; depende de él porque él es y está siempre, y somos nosotros los que tenemos que ir madurando y dándonos cuenta que su presencia es más normal de lo que imaginamos y más cotidiana de lo que pretendemos.
Si estamos todavía detrás de grandes cosas, es porque todavía, valga la redundancia, como Herodes y algunos de ese tiempo, no sabemos bien quién es Jesús y qué es lo que vino a hacer. Pidamos más fe para creer que él está en lo humano y que en lo humano encontramos lo divino. Y así hay que caminar, sin darle tantas vueltas.