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XXIX Sábado durante el año

En ese momento se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios. El respondió:

«¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera. ¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera.»

Les dijo también esta parábola: «Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y no los encontró. Dijo entonces al viñador: “Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?” Pero él respondió: “Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás.”»

Palabra del Señor

Comentario

¡Qué lindo que es aprovechar el sábado! Un día que es muchas veces para descansar un poco, para hacer cosas distintas que nos gustan, para estar en familia. Pero también aprovecharlo para, justamente, hacer otras cosas –como estas– que nos alimentan: escuchar la Palabra de Dios, leer un libro para enriquecerse con una buena lectura, para retomar algo de la semana, volver a meditar algún Evangelio. Qué bien nos hace escuchar la Palabra de Dios, qué bien nos hace darnos cuenta de que «es viva y eficaz».

Y hoy simplemente quería detenerme en esta pequeña parábola del viñador y contarte una anécdota que nos puede ayudar a comprender lo que es la «infinita paciencia» de nuestro buen Dios, que a veces nos hace sufrir un poco. Nos cuesta comprender que Dios tenga tanta paciencia. Nos gustaría que acabe rápido con el mal de afuera y el de nuestro corazón. Por eso, en esta parábola en la que se muestra que el padre envía al hijo –que es el viñador–, que intercede por nosotros y busca siempre «apostar» por vos y por mí, podemos pensar a veces que Dios tiene esa actitud con nosotros, ¿no? Como la que escuchábamos del dueño de la viña, que a veces quiere cortar la planta porque no da fruto. Bueno, pero en esta situación es Jesús de algún modo el que intercede, el que dice: «¡No!, todavía dale tiempo. Todavía le falta. Dale un poquito más de tiempo». ¿Cuánto tiempo nos dio Dios, esperando que demos frutos en nuestras vidas? ¿Cuántas veces habrá apostado por nosotros, aunque ni nos dimos cuenta?

Nuestro buen Jesús «apostó» por nosotros dando la vida. Vino al mundo a decirle a Dios Padre: «¡No!, todavía hay que darle una oportunidad más a los hombres. Hay que darles otra oportunidad. Yo voy a morir por ellos. Voy a morir y voy a hacer lo que ellos no pueden hacer por vos, Padre. Y con mi amor voy a abonar la tierra de sus vidas para que se den cuenta que algún día tienen que dar frutos». Tenemos que «dar fruto». No podemos ser a veces tan mediocres, no podemos ser plantas estériles. No podemos estar plantados en esta tierra de la vida sin hacer nada, sin dar frutos de amor. Ese es el verdadero sentido de nuestra vida. Pero entonces pensemos en esta doble dimensión: la necesidad que tenemos de dar frutos para vivir plenos y, por otro lado, cómo Jesús apuesta por nosotros, por cada uno de nosotros. ¿Cuántas veces removió la tierra de nuestro corazón para abonarla y volver a darnos tantas oportunidades? ¿Cuántas veces? Por eso dales más oportunidades a tus hijos, dale oportunidades a tu marido, a la gente que está a tu cargo, a tus hermanos, a tus amigos. Todos podemos volver a dar fruto, aunque parece que estamos estériles. No queramos arrancar las cosas de raíz antes de tiempo. Demos tiempo. A veces la paciencia de Dios –como decía– nos hace sufrir. La paciencia de Dios nos hace sufrir, es verdad. Dios es tan paciente que a veces nosotros no podemos comprenderlo.

Pero –como te dije– quería terminar contándote una anécdota de algo que me pasó hace tiempo y que realmente me removió la «tierra» del corazón y fue un «abono» para mi vida sacerdotal. Todavía me acuerdo.

Una vez iba en mi auto y frené en un semáforo porque estaba en rojo y se acercó uno de esos jóvenes que limpian los vidrios y se acercan a ofrecernos ese servicio. Y cuando me vio vestido de sacerdote, casi que se metió por la ventana, me tomó la mano y me dijo:

–Padre, era lo que necesitaba. ¡Yo no puedo creer que Dios pensó en mí! Mirá, tengo la piel de gallina –me dice.
–¿Qué te pasa? —le dije.
–No. Yo necesito hablar, hablar con alguien —me dice—. ¿Podés hablar conmigo?
–Sí, bueno… —le dije.
Entonces me frené, estacioné a un costado de la calle. Me bajé del auto y me abrazó apenas me bajé, y me dijo:
–Yo necesitaba esto, padre, yo necesitaba un signo de Dios. Yo me estaba por suicidar. Me quiero tirar de un puente. ¡No soporto más esta vida, no soporto la culpa de vivir así!
Yo me quedé muy sorprendido y casi sin poder decirle nada, pero le dije:
–¿Qué te pasó?
–No, porque estuve preso, y a raíz de eso, mi familia una vez me fue a visitar y en el camino tuvieron un accidente y se murieron todos en la ruta. ¡No puedo vivir así, padre! ¿Cómo puedo vivir así? ¡Ayudame a sacarme esta culpa!

Bueno… Al final, digamos que no fue una confesión sacramental –por decirlo así–, pero fue una verdadera confesión de vida. Ese hombre necesitaba sacar lo que tenía en su corazón, lo que no podía cargar. Necesitaba remover la tierra, sentirse amado y perdonado por Dios, que es Padre. Le dije: «Dios sabe lo que hiciste y reconoce tu amor y tu arrepentimiento, y te perdona. Dios te ama. Dios apuesta hoy por vos». Bueno, finalmente, el hombre me abrazó. Me dijo su nombre y yo le dije el mío y partimos cada uno para su rumbo.

¡Qué removida de corazón fue eso para mí! ¡Qué removida y qué abono para mi vida de sacerdote! Como para decirme: ¡Vale la pena ser sacerdote, vale la pena andar vestido de sacerdote y que los demás vean un signo de Dios, aunque haga calor, aunque haga frío, aunque algunos se burlen! Y seguramente para él fue una removida de corazón y un abono para su vida, para dar fruto. Yo simplemente lo escuché.

Dios nos remueve la tierra del corazón y nos abona de mil maneras. Hay que estar atentos, hay que estar atentos y abiertos a las sorpresas de Dios, que es Padre. Porque él espera de nosotros para que demos frutos. Que algunas palabras de Algo del Evangelio de hoy nos ayuden a vivir un sábado en paz, dispuestos a dar fruto y dispuesto también a dejarnos «remover» la tierra de nuestro corazón.