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XXIX Martes durante el año

Jesús dijo a sus discípulos:

Estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas. Sean como los hombres que esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta.

¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlos. ¡Felices ellos, si el señor llega a medianoche o antes del alba y los encuentra así!

Palabra del Señor

Comentario

No aceptar que somos muy débiles a la larga puede hacernos cometer errores todavía mucho más grandes de que si en realidad nos consideramos –aunque suene duro decirlo– un poco «bestias», capaces de hacer cualquier cosa. Jesús desea de cada uno de nosotros nuestro servicio, nuestro amor, nuestra entrega, no una pureza angelical. Por eso, es bueno reconocer que no somos ángeles, sino seres humanos, con algo de cada cosa: bondad y maldad, santidad y pecado, generosidad y egoísmo, soberbia y humildad, y así podríamos seguir. Los servidores de Jesús que no se dan cuenta de esta realidad, pueden transformarse en bestias, incluso bajo apariencia de espiritualidad. ¿Cuántos dolores y sin sabores en nuestra amada Iglesia, por no reconocer que todos somos débiles, que incluso un elegido de Jesús puede caer en lo peor? La historia de la salvación está llena de ejemplos de servidores que, por descuidos, por olvidos, por sus debilidades, terminaron hundiéndose en el barro… un ejemplo claro es el gran rey David, pero que finalmente supo reconocer su pecado y pidió perdón.

Quedaba claro desde la escena del Evangelio del domingo que Jesús no se enoja con la debilidad de sus discípulos, de los Doce, sino que aprovecha esa «avivada» de Juan y Santiago y la indignación de los otros diez para enseñarles que ese no era el camino. Lo interesante de la actitud de los dos discípulos es que incluso su debilidad los llevó a decir «podemos», sin saber a lo que se estaban comprometiendo. ¡Qué lindo! Qué alivio es saber que Jesús se «aprovecha» de nuestras debilidades para arrancarnos un sí, que a la larga nos purificará por el amor que recibimos de él. Si tuviéramos que esperar a ser puros, ángeles, para seguir a Jesús, para servirlo, ninguno de nosotros podría hacerlo. Son muchas las personas que no se animan a servir a Jesús de cerca, porque no se consideran «dignos», porque no se creen capacitados, porque se sienten pecadores, pero se olvidan que es él el que nos dignifica con su perdón y que en realidad nadie es digno; se olvidan de que nadie está verdaderamente capacitado, sino que su amor nos capacita, y, finalmente, no se dan cuenta que todos somos pecadores y él es el que nos santifica.

Algo del Evangelio de hoy usa una imagen muy linda para ayudarnos a comprender cuál es el verdadero sentido de nuestra vida y cómo debemos vivirla. Porque eso es lo más importante, las dos cosas al mismo tiempo: saber hacia dónde vamos, pero también saber cómo vamos. Mucha gente sabe hacia dónde debe ir, hacia dónde va, sabe cuál es la meta, pero no sabe cómo ir, y eso en definitiva es tan importante como el saber hacia dónde. No saber cómo llegar a dónde tenemos que llegar nos desgasta mucho, nos hace perder muchas energías y también nos puede hacer perder tiempo y el rumbo. Cualquier persona, crea o no crea, sabe más o menos que quiere ser feliz, tiene esa meta en la vida, pero muy pocos saben elegir el verdadero camino para alcanzar la felicidad. Bueno, a los cristianos también nos puede pasar lo mismo. Podemos tener bien claro el hacia dónde, o sea que vamos hacia el cielo, pero no el cómo.

¿Cuál es la meta de nuestra vida?, podríamos preguntarnos hoy. En definitiva es esperar el regreso del Señor. ¿Cómo tenemos que vivir esa espera? Preparados, con la lámpara del corazón encendida, con el corazón encendido. Cuando nos mundanizamos, cuando nos acomodamos al modo de vivir de este mundo, nos olvidamos de la verdadera meta de nuestra vida. ¿Sabías que no somos nosotros los que alcanzamos a Jesús, sino que es él el que nos alcanza y que será él el que nos venga a buscar? ¡Qué distinto que es pensar así!, ¡qué alegría es saber que en realidad la meta se nos va acercando a nosotros, que la meta de nuestra vida no se hace «escurridiza», sino que, al contrario, se hace «encontradiza»!

Sabiendo esto, sabiendo que la meta, o sea Jesús, vendrá algún día hacia nosotros, y que por eso también viene todos los días cuando nos damos cuenta de su presencia, cuando nos dejamos sorprender por su amor, nuestro modo de vivir se transforma en un estar preparados, encendidos, en esperar sin miedo esa venida, es desearla. Así lo decía san Pablo: «Me siento urgido de ambas partes: deseo irme para estar con Cristo, porque es mucho mejor, pero por el bien de ustedes es preferible que permanezca en este cuerpo». Choca un poco a nuestra mentalidad ese «desear irse» para estar con Cristo, o sea, en el fondo querer morir. Hoy en día, más que nunca, la muerte parece ser un tabú, no queremos enfrentarla, no queremos hablar de ella, no queremos ni mirarla de cerca. Por supuesto que debemos amar la vida y no tenemos que buscar jamás la muerte, sin embargo, el que ama a Jesús y lo espera, no debería tenerle miedo a ese encuentro, a ese momento que nosotros llamamos muerte, o, mejor dicho, el miedo natural a ese momento no debería ser más grande que el deseo de estar con él.

Pero no pensemos en cosas tan drásticas, como en la muerte, aunque a veces mal no nos hace, sino también pensemos en el día a día. Qué distinto es empezar el día diciéndonos: ¿En dónde voy a dejar encontrarme por Jesús hoy? ¿Qué tengo que hacer para dejar que él venga a mi vida y dejar que me sirva? Qué distinto es terminar el día preguntándonos: ¿En dónde y en qué situación me dejé encontrar por Jesús y en dónde y cuándo me distraje haciéndome yo el escurridizo? ¿Cómo hacemos para mantener la lámpara del corazón encendida y preparada? Me imagino que sabés la respuesta. Amando y dejándonos amar. Buscando el bien de los otros antes que el nuestro y dejando que los otros también nos hagan el bien. Ese es el camino, ser servidores de Jesús en donde nos toque estar, ser grandes, pero amando, ser los primeros en dar la vida por los demás, especialmente por los más pequeños.