Estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas. Sean como los hombres que esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta.
¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlos. ¡Felices ellos, si el señor llega a medianoche o antes del alba y los encuentra así!
Palabra del Señor
Comentario
Cuando como cristianos nos olvidamos de darle a «Dios lo que es de Dios», de darle lo que es de él, todo en el fondo se va diluyendo, todo se relativiza, todo se va -como se dice- mundanizando. O sea, se va transformando como un pensamiento solo de este mundo, sin tenerlo en cuenta. «El todo se hace humano, demasiado humano» -como decía un filósofo-. Y nuestra fe nos enseña que Cristo vino al mundo para hacer de nuestra humanidad algo más grande, una nueva humanidad, mucho más humana de lo que nosotros a veces queremos y pretendemos. Porque desde su divinidad, enseñándonos a vivir como él, todo se transforma.
Hay una frase muy linda que siempre me ayudó y dice así: «Él se acostumbró a vivir como nosotros, pero para que nosotros nos acostumbráramos a vivir como él». ¡Qué lindo que es pensar así, pensar eso! ¡Qué lindo pensar que estamos hechos para cosas mucho más grandes todavía! Por eso el mundanizarse, o sea, el darle al «César lo que es del César», pero sin darle a «Dios lo que es de Dios», -entre tantas cosas- quiere decir no elevar nuestro corazón a las cosas eternas, al llamado de Dios para ser santos, para transformar este mundo desde adentro (no de cuestiones políticas y sociales). No nos damos cuenta de que estamos hechos para ser más de lo que podemos ser y creer que podemos llegar a ser mucho más de lo que este mundo nos propone y darnos cuenta que podemos amar como él nos ama, y encontrar así el verdadero sentido a nuestra vida que solo se encuentra en él. Incluso la Iglesia siempre corre este peligro de mundanizarse.
Vos y yo podemos caer en lo que se llama «mundanidad espiritual». Es necesario encontrar cristianos laicos, consagrados y sacerdotes que comprendan bien esto y no se dejen tentar por la facilidad de adaptarse a los criterios que usa este mundo, para evangelizar, para resolver los problemas de este mundo. Si en una parroquia, en un grupo de oración, en un movimiento o en cualquier comunidad cristiana no se tiene en claro esto, terminamos haciendo cosas “por hacer”. Hacemos lo que hace el mundo a su estilo, hacemos lo que hace el Estado. Pero no evangelizamos, no proclamamos que «Dios es Dios» y no podemos manipularlo a nuestro modo. No proclamamos que creer en Cristo es lo mejor que nos puede pasar. Hacemos marketing. ¡Cuánto marketing hay a veces en la Iglesia, que está incluso vacío del anuncio de Jesús! Cuando nos pasa esto, ya ni siquiera nosotros le encontramos el gustito al creer, ya ni siquiera nosotros disfrutamos de la diferencia, el plus de sentir la necesidad de amarlo con todo nuestro ser.
¿Cuántos cristianos dejaron y dejan de creer porque no le dimos como Iglesia lo que, en realidad, le deberíamos dar? ¿Qué cosa te preguntarás? A Jesús, nada más ni nada menos. ¿Te parece poco? ¿Cuánto tiempo perdemos en pensar cómo evangelizar con nuevas técnicas o cosas muy lindas y atractivas, que a todos les gusta aplaudir y poner «me gusta», mientras, en el fondo, no evangelizamos, nos presentamos a nosotros mismos? A veces pienso si no hemos complicado demasiado las cosas, mientras lo único que deberíamos hacer es hablar de Jesús, es llevarlo a los demás sin demasiadas complicaciones.
Algo del Evangelio de hoy usa una imagen muy linda para ayudarnos a comprender cuál es el verdadero sentido de nuestras vidas y cómo deberíamos vivirla. Porque eso es lo más importante, las dos cosas al mismo tiempo: saber hacia dónde vamos, pero también saber cómo vamos hacia allá. Mucha gente sabe hacia dónde va, sabe cuál es la meta, pero no sabe cómo ir. Y eso, en definitiva, es tan importante como el saber hacia dónde.
No saber cómo llegar a donde tenemos que llegar nos desgasta mucho, nos hace perder energías y también nos puede hacer perder el rumbo.
Cualquier persona, crea o no crea, sabe más o menos que quiere ser feliz. Tiene de algún modo esa meta en la vida. Pero muy pocos saben elegir el verdadero camino para alcanzar esa felicidad. Bueno, a los cristianos nos puede pasar lo mismo. Podemos tener bien claro el hacia dónde, pero no el cómo.
¿Cuál es la meta de nuestra vida? Esperar el regreso del Señor. ¿Cómo tenemos que vivir esa espera? Preparados con la lámpara del corazón encendida, con el corazón encendido.
Cuando nos mundanizamos, cuando nos acomodamos al modo de vivir de este mundo, nos olvidamos de la verdadera meta de nuestra vida. ¿Sabías que no somos nosotros los que alcanzamos a Jesús, sino que él es el que nos alcanza a nosotros y que será él, el que nos venga a buscar algún día? ¡Qué distinto que es pensar la vida así! ¡Qué alegría es saber que en realidad la meta se nos acerca a nosotros, que la meta de nuestra vida no se hace «escurridiza», sino al contrario, se hace «encontradiza»! Sabiendo esto, sabiendo que la meta, o sea, Jesús, vendrá algún día hacia nosotros y que, en realidad, viene todos los días cuando nos dejamos sorprender por su amor. Sabiendo esto, el modo de vivir bien, encendidos, entonces es esperar esa venida, es desearla con todo el corazón. Así lo decía San Pablo: «Me siento urgido de ambas partes: deseo irme para estar con Cristo, porque es mucho mejor, pero por el bien de ustedes es preferible que permanezca en este cuerpo».
Qué distinto es empezar el día diciéndonos: ¿En dónde voy a dejar hoy encontrarme por Jesús? ¿Qué tengo que hacer para dejar que él venga a mi vida y dejar que me sirva? Qué distinto es terminar el día preguntándonos: ¿En dónde y en qué situación me dejé encontrar por él y en dónde y cuándo me distraje haciéndome escurridizo a su amor?
¿Cómo hacemos para mantener la lámpara del corazón encendida y preparada? Me imagino que sabes la respuesta. Amando y dejándonos amar. Buscando el bien de los otros, antes que el nuestro y dejando que los otros también nos hagan el bien.