Uno de la multitud le dijo: «Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia.»
Jesús le respondió: «Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?» Después les dijo: «Cuídense de toda avaricia, porque aun en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas.»
Les dijo entonces una parábola: «Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: “¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha.” Después pensó: “Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida.”
Pero Dios le dijo: “Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?”
Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios.»
Palabra del Señor
Comentario
Buen día, pidamos en este día, en este lunes, empezar la semana con más deseos de escuchar la palabra de Dios, con más ganas de disfrutar de las maravillas que salen de la boca de nuestro Padre, por medio de Jesús su Hijo e iluminados por el Espíritu Santo, que siempre nos guía, que siempre nos ilumina, que siempre nos vuelva a despertar. Decía el evangelio de ayer, que Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: «Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir». Si prestamos atención a un detalle, aunque tiene muchísimos que iremos desojando en estos días, estos discípulos piden, pero pretendiendo demasiado, piden de un modo distinto, como queriendo arrancarle un sí a Jesús antes de que supiera lo que querían. ¿Alguna vez pediste así, de esa manera? Imagino que sí. Todos alguna vez pretendimos demasiado de nuestros padres, de algún superior, de algún ser querido, y fuimos capaces de intentar robar un sí antes de que el otro conociera nuestros deseos, pensando solo en nosotros, no atendiendo a las necesidades de los demás.
Sin embargo, Jesús, que conocía los anhelos más profundos de sus amigos, y conoce también los nuestros, sabe, aunque nosotros no nos demos cuenta, que a veces en nuestro corazón se mezclan dobles intenciones, deseos escondidos que nosotros no conocemos, búsquedas egoístas, ambiciones desmedidas, vanidades ocultas. Hay que reconocerlo, somos débiles, somos capaces de pretender demasiado, como Juan y Santiago, o bien de indignarnos con los que nos quitan el “puesto”, por eso es bueno recordar lo que decía Pascal: “No somos ni ángeles ni bestias, pero cuando pretendemos ser ángeles, nos trasformamos en bestias” Quiere decir que no somos una cosa o la otra, sino que somos las dos, así eran los discípulos, de carne y hueso. Nosotros también, somos débiles creaturas, deseosos de ser mejores, de ser más santos, más puros, más buenos, pero arrastrando en nuestro interior deseos que, incluso a veces no podemos manejar y nos superan, haciendo que las pretensiones de ser los más grandes y primeros nos alejen de los demás. Seguiremos con esto, en estos días.
Algo del Evangelio de hoy nos ayuda a seguir profundizando en nuestras debilidades que nos aíslan, que nos impiden amar con libertad.
Por un lado, percibimos en este episodio, que a Jesús hay que hablarle para cosas importantes, no hay que meterlo en lo que en realidad tenemos que resolver nosotros: «Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?» Jesús no está para eso, no está para las mezquindades de este mundo, para nuestras peleas egoístas por bienes materiales. No está para solucionarnos los problemas de dinero con los demás. No está para satisfacer nuestras “avaricias y ambiciones” que nos hacen olvidarnos de lo más importante, de lo esencial, sin darnos cuenta que en cualquier momento podemos partir de este mundo. A veces somos así, acudimos a Dios para que nos solucione problemas que, en definitiva, Él nos ayuda a resolver no por un “toque de magia”, sino porque con su amor y enseñanzas nos da el criterio para saber decidir lo mejor.
Al contrario, Jesús vino a librarnos de toda avaricia, que finalmente lo único que logra es que nos quedemos hablando con “nosotros mismos”. El hombre de la parábola de hoy termina “panza para arriba” pensando que su vida estaba en sus manos, que tenía todo controlado, que había logrado todo lo necesario y que a partir de ese momento podía empezar a “comer, beber y darse buena vida”, o sea a disfrutar, pero olvidándose de los demás, un disfrute mentiroso. ¿Con quién habló este hombre? Con el mismo. ¿En quién pensó? En el mismo. ¿Y Dios? ¿Y los demás? Brillan por su ausencia en la vida del avaro que solo acude a Dios cuando lo necesita.
La falta de discernimiento nos va atrofiando el corazón y por más que seamos muy buenos, por más que hagamos cosas muy buenas, sin diálogo con nuestro Padre nuestros diálogos se van transformando en monólogos, o en diálogos entre yo y Yo. Muy aburrido. ¿Viste esas personas que hablan y se contestan ellas mismas o que hablan con vos, pero nunca te dejan que les contestes? Son las personas que les encanta hablar y les encanta escucharse a ellas mismas, como el hombre de la parábola de hoy. ¡Qué triste terminar así! Qué insensatos que somos, qué tontos que somos a veces, que infantiles. No sabemos si hoy será el último día y no terminamos de entenderlo. Y así podemos pasar días y años sin darle a Jesús lo que es de Él, nuestro corazón.
Tener claro esto, es lo que nos ayuda a que salgamos de nuestro “yo” egoísta y avaro para dejar de acumular sin sentido abriéndonos a los demás. La escucha de la palabra de cada día nos abre siempre los oídos del alma para no dejar nunca de hablar con nuestro Padre y escuchándolo, aprender a decidir lo mejor para nuestras vidas, pensando que incluso nuestros bienes, no son exclusivamente nuestros.