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XXIX Jueves durante el año

Jesús dijo a sus discípulos:

«Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente!

¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división. De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.»

Palabra del Señor

Comentario

Todo cambia en nuestras vidas cuando nos damos cuenta de que no hay nada mejor, nada más lindo y gratificante, que darle «a Dios lo que es de Dios». Él se merece todo. Él es «el todo», y por eso tenemos que animarnos a «probar –como dice el Salmo– lo bueno que es el Señor». Tenemos que animarnos a darnos cuenta de que darle nuestra vida a Él no nos quita nada, sino que nos da todo. San Ignacio lo decía muy bien al comienzo de sus «Ejercicios espirituales»: «El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios, nuestro Señor». Puede resultar un lenguaje un poco antiguo, pero creo que podemos entenderlo bien.

«Alabar»: darle gracias por todo, reconocerlo en todo, descubrirlo en todas las cosas, maravillarse por su obra creadora. «Hacer reverencia» para nosotros sería reconocerlo como nuestro Señor; adorarlo porque solo él lo merece y solo él da el sentido a nuestras vidas; descubrirlo como nuestro rey, como nuestro todo, sabiendo que solo a él podemos adorarlo.

«Servir»: servirlo en los demás, servirlo en lo que nos toca día a día, servirlo porque todo es de él, servirlo amándolo en todas las cosas, amándolo en el servicio para y por los demás, porque somos simples servidores. Solo así podremos darle «a Dios lo que es de Dios» y encontrar que nuestra vida es, por decirlo así, mucho mejor con él y para él. Busquemos hoy, de alguna manera, alabar a Dios, adorarlo con nuestra presencia y servirlo en los demás. «Démosle a él lo que es de él».

Algo del Evangelio de hoy necesita ser explicado para evitar algunas confusiones. Primero, Jesús habla de «fuego»; en segundo lugar, habla de un «bautismo» y, por último, habla de una «división». Fuego, bautismo y división.

Jesús vino a traer fuego. Viene a traer el «fuego» a la tierra con su presencia. El «fuego del amor» que ilumina, que quema y da calor. Todo eso hace el fuego. Todo eso hizo Jesús con su presencia en la tierra y lo sigue haciendo. Jesús es fuego que ilumina, que da un sentido nuevo a la vida, que nos permite ver las cosas de una manera distinta, que nos abre el entendimiento y nos revela otro panorama de nuestra existencia; haciéndonos ver cosas que no hubiésemos conocido si no fuera por la fe. Es «fuego de amor» que quema, porque da ganas de vivir, da ganas de entregarse, de levantarse, da ganas de encarar las cosas de otro modo. Y también –por supuesto– Jesús, porque el fuego da calor. Porque el que está cerca de alguien que ama a Jesús también se siente bien. Cuando sentimos frío, es el calor quien nos da cobijo y nos ayuda a mantenernos en pie.

En cuanto al bautismo del que habla Jesús cuando dice «tengo que recibir un bautismo»: ¿a qué se refiere? a su muerte y resurrección. Y cuando nosotros recibimos el bautismo de niños o de grandes y participamos de esa vida de Jesús, también continuamente tenemos que morir y resucitar. Eso, en definitiva, es el amor. El amor es muchas veces morir a un interés propio para darle un sentido nuevo a una acción, para poder resucitar, para cambiarla. El amor como el fuego quema y transforma las cosas. Entonces eso implica el bautismo, vivir el bautismo. Vivir el bautismo, vivir nuestra vida de bautizados, es aprender a morir y resucitar continuamente en todo lo que hacemos, en cada acción.

Y el último tema es el de la «división». Jesús no dice que quiere en sí misma la división y que viene a traer «guerra» y problemas a la tierra; sino que lo que Jesús nos está diciendo es que su presencia en el mundo trajo inevitablemente una división. No porque él vino a buscarla, sino porque es una consecuencia lógica de su presencia. Porque él es la verdad, porque él es el camino, porque él es la vida.

El amor –nos guste o no – «divide». Aunque es algo lindo para nosotros, nos divide. Nos divide también interiormente. Por eso santa Teresa de Ávila –una gran santa– decía: «A veces siento que soy dos, que hay dos en mí».

¿No te pasa que a veces sentís que tenés como dos personalidades? Una que quiere entregarse, que quiere amar, que quiere vivir la vida plenamente; y otra que se frena, que se queda, que es egoísta, que no busca entregarse, que es perezosa. Y eso pasa mucho también a nuestro alrededor. Jesús trajo la división, de alguna manera, con su presencia. Fijate en tu familia: no todos creen, no todos se comprometen con el amor, no todos quieren vivir una vida cristiana, incluso otros –muchísimos– la rechazan, se nos ríen.

¿No hay división o, por lo menos, indiferencia en nuestras vidas? A eso se refiere Jesús. Por eso, tranquilos. Tenemos que estar tranquilos. Tenemos que alegrarnos con que él sea nuestro fuego. Él nos invita a vivir el bautismo entregándonos en cada cosa que hacemos, reconociéndolo como nuestro todo. Y Jesús –aunque no lo quiera directamente– provoca esa división con su presencia en el mundo. Nos guste o no: divide. Por eso aprendamos a vivir la alegría de saber que él nos eligió para que también seamos fuego con nuestro amor y servicio. Y no nos asustemos si incluso a veces, nuestra presencia trae división.