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XXIV Martes durante el año

Jesús se dirigió a una ciudad llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud. Justamente cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, llevaban a enterrar al hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la acompañaba. Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: «No llores.» Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron y Jesús dijo: «Joven, yo te lo ordeno, levántate.»

El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre.

Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: «Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo.»

El rumor de lo que Jesús acababa de hacer se difundió por toda la Judea y en toda la región vecina.

Palabra del Señor

Comentario

Tenemos que reconocerlo. Ponete una mano en el corazón. No es fácil perdonar. Es verdad que a ciertas personas las perdonamos con facilidad. Pero lo que hay que reconocer es que, cuando la ofensa proviene de una persona que amamos mucho, es mucho más grande el dolor y, por lo tanto, mucho más difícil el proceso de sanación y la decisión que necesitamos tomar para que el perdón sea real y profundo, de corazón, como nos decía Jesús en el evangelio del domingo. Si no partimos de esta realidad, difícilmente la gracia de Dios pueda calar hondo en nuestra alma y concedernos aquello que muchas veces anhelamos, pero no podemos alcanzar por nuestras propias fuerzas. El perdón cuesta y, sin embargo, Jesús le dijo a Pedro: «Hay que perdonar hasta setenta veces siete». O sea, hay que perdonar siempre, porque tú Padre del Cielo perdona siempre.

Este es uno de los núcleos centrales de nuestra fe que no podemos pasar por alto. Si somos cristianos, si nos decimos seguidores de Jesús y buscamos cada día enamorarnos más de su amor -valga la redundancia-, si buscamos cada día conocerlo y meternos en su intimidad, en la intimidad de su corazón, en un corazón tan grande y amoroso que vino a este mundo a perdonarnos y no a condenarnos. Sí o sí tenemos que afirmar que, si no perdonamos de corazón, no podremos ver cara a cara a Dios. Él no nos perdonará. Pero no hay que asustarse. No hay que asustarse. El perdón es algo que debemos siempre pedirlo con todo el corazón y buscarlo con toda nuestra decisión, con nuestra voluntad. A veces tenemos que decirnos a nosotros mismos: «Puedo perdonar, puedo perdonar a esa persona que me hirió tanto. Puedo perdonar incluso a aquel que me hizo un mal que humanamente parece imperdonable. Puedo perdonar porque, en realidad, lo necesito para vivir en paz».

Me parece que hoy, con respecto a Algo del evangelio, es imposible no asombrarse con semejante milagro. Escuchamos una de las páginas más maravillosas en donde el que no se asombra creo que no tiene corazón, especialmente las madres. ¿Cómo no asombrarse ante esta escena en la que Jesús «intercepta» simbólicamente- podríamos decir -una procesión de muerte, de dolor, de tristeza, de angustia, de desesperación, y la transforma en una procesión de vida, llena de alegría, de asombro y maravilla, por lo que hizo? Jesús se mete, en las «procesiones» de muerte que pasan por este mundo, que nos pasan por al lado o que nos pasan por el corazón, y se mete para detenerlas, para tocarlas, para hacerlas revivir. ¿No te asombra esto? ¿No creemos que Jesús puede detener el «féretro» en el que llevamos el muerto que nos quitó la alegría que tanto nos llenaba de vida hasta hace un tiempo? Es una linda imagen, creo, esto de las procesiones de vida y muerte. Lo escuché y lo leí -no me acuerdo- pero por algún lado.

Jesús y los que venían con él caminaban llenos de vida. Venían de la alegría de hacer sanaciones, curaciones. La gente lo seguía y, de golpe, se enfrentan con una procesión en donde había un muerto y una madre queriendo morir, pero de dolor; una procesión de muerte, como tantas alrededor nuestro. Pero nuestro salvador no la esquiva, como hacemos a veces nosotros cuando el dolor llega y toca la puerta de nuestra vida o lo cruzamos por la calle, sino todo lo contrario. Se mete ahí para dar vida, para tocar, para consolar, para resucitar.

¿A vos qué te sorprende de la Palabra de hoy? Preguntate esto para poder sacarle algún fruto por tu cuenta. A mí me sorprende que Jesús le diga con tanta frescura y hasta incluso con ironía -pareciera ser- a una mujer viuda que estaba llevando a enterrar a su único hijo, como le dice, «No llores». Me asombra que Jesús pueda decir algo así en semejante situación. ¿Hay algo más humano y necesario en un momento, así como lo es el llanto? ¿Qué madre con corazón no lloraría de dolor en un momento así? Me pregunto: ¿Jesús no tiene corazón y quiere sanar un corazón? Evidentemente no podemos pensar que no tenía corazón, pero hace bien preguntárselo con sinceridad: ¿Por qué Jesús dijo eso? ¿Por qué dijiste eso Jesús? me sale preguntarte. Decinos porqué, enseñanos. Parece una ironía. Estoy convencido de que el «no llores» de Jesús no es el «no llores» que a veces nosotros decimos en esos momentos de dolor, como queriendo consolar. ¿Cuántas veces lo dijimos: «No llores»? Nosotros a veces no lloramos, simplemente por orgullo, por «parecer» fuertes, por «sostener» a otros, pensando que mostrarnos aparentemente fuertes va a hacer fuertes a los demás.

Lo hacemos para mostrar que no somos débiles, que no nos vean débiles. Y es por eso que incluso nos enseñaron eso y transmitimos eso a nuestros hijos como un valor, como si fuera bueno no llorar en sí mismo. Sin embargo, Jesús, tenemos que decir que no pensó así, incluso lloró y no se tapó la cara para que no lo vean por vergüenza, como hacemos nosotros. El «no llores» de Jesús estoy convencido que es otro «no llores». Es el «no llores» de la esperanza. Es el «no llores» que yo te consolaré. Es el «no llores» de los que confían en la Vida eterna. Es el «felices los que lloran, porque serán consolados». Es el «no llores» de la fe. Es el «no llores» porque esto, en realidad, no es el final. No te preocupes. Me animaría a decir que es el «no llores» de,l permitite llorar, sabiendo que ese llanto no tendrá la última palabra en nuestra vida. Es el «no llores» de la confianza total, del saber que de lo peor siempre podrá salir algo nuevo. Solo el que sabe esto y piensa como Jesús puede llorar como lloró él, sabiendo que el llanto es solo un tránsito a algo distinto. Es la purificación de nuestros dolores. Lloremos, hoy lloremos. Llorá si estás triste. Llorá si tenés un dolor que parece que no se puede sacar con nada. Llorá, pero lloremos como lloró Jesús.

Lloremos, pero dejemos que Jesús se meta en esa procesión de «muerte» que hay en nuestra vida, para que recobremos la alegría perdida ante tanto dolor. Lloremos como esa madre, pero levantando la cabeza para dejar que Jesús nos devuelva el hijo muerto en nuestros brazos y poder empezar de nuevo.