«No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos: cada árbol se reconoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos ni se cosechan uvas de las zarzas.
El hombre bueno saca el bien del tesoro de bondad que tiene en su corazón. El malo saca el mal de su maldad, porque de la abundancia del corazón habla la boca.
¿Por qué ustedes me llaman: “Señor, Señor”, y no hacen lo que les digo? Yo les diré a quién se parece todo aquel que viene a mí, escucha mis palabras y las practica. Se parece a un hombre que, queriendo construir una casa, cavó profundamente y puso los cimientos sobre la roca. Cuando vino la creciente, las aguas se precipitaron con fuerza contra esa casa, pero no pudieron derribarla, porque estaba bien construida.
En cambio, el que escucha la Palabra y no la pone en práctica, se parece a un hombre que construyó su casa sobre tierra, sin cimientos. Cuando las aguas se precipitaron contra ella, en seguida se derrumbó, y el desastre que sobrevino a esa casa fue grande.»
Palabra del Señor
Comentario
La semana termina, va llegando a su fin y nuestras actividades también. Y por eso es bueno a veces mirar un poco para atrás, no para escarbar en lo malo, sino para aprender de lo que pasó y hacer siempre como un repaso espiritual de la semana. No, no vamos a elegir este sábado hacer un repaso de cada Evangelio, porque creo que Algo del Evangelio de hoy es, de por sí, de alguna manera, como un «examen espiritual», de cómo estamos viviendo nuestra relación con la Palabra, que en definitiva es nuestra relación con Jesús, porque él se manifiesta en la Palabra; cómo estamos escuchando: si la escucha es real y profunda, si realmente produce un cambio en nuestra vida, si nos estamos enamorando o no de su amor, si nos estamos dejando atraer por él al escuchar la Palabra. Porque, en definitiva –y nunca nos olvidemos de esto–, lo importante es enamorarnos de Cristo, de su Persona; enamorarnos de todo lo que es él, de todo lo que hace e hizo por nosotros: no de una idea, de una doctrina, sino de Jesús.
Por eso parafraseando la Palabra de hoy, mirando las imágenes que utiliza el mismo Jesús en este relato: «No hay árbol bueno –digamos que no hay persona que escuche la Palabra día a día y que haga el esfuerzo de interpretarla, por asimilarla, por amarla– que dé frutos malos»; es imposible. Sí, se puede equivocar, puede caer, pero frutos malos no podría ser. Aquel que escucha a Dios Padre seriamente da frutos. Aquel que escucha la Palabra de Dios seriamente no da frutos malos, ¡no puede dar frutos malos! Porque la Palabra de Dios se transforma en nuestra vida como en un riego continuo al corazón, mediante el cual va haciendo brotar lo mejor que tenemos y que ya está sembrado en nosotros, que es la bondad de Dios y la capacidad de amar.
Por eso el hombre bueno, el oyente de la Palabra, es aquel que se dedica con seriedad y constancia a escuchar lo que Dios quiere. Es el que, de golpe o golpe a golpe, descubre un tesoro de bondad que tiene en su corazón.
En realidad, diríamos que la Palabra es eso, es como que va cayendo en el corazón. Va sacando aquellas «costras» que no nos dejan ver o conocer lo que realmente tenemos y por eso nos hace relucir lo mejor que Dios sembró en nosotros.
Tenemos que confiar en que Dios Padre nos dio un corazón bueno, más allá de que sí tenemos pecados, nos equivocamos, más allá de que a veces podemos cometer algún mal. Si no, tenemos que siempre pensar que él nos quiere ayudar a descubrir que tenemos, por decirlo así, un núcleo de bondad profundo y que a veces está tan oculto, por las heridas de la vida, que no nos damos cuenta de que lo que tenemos que hacer únicamente es quitar los obstáculos para que brote lo más lindo de nosotros. Pero, al mismo tiempo, está siempre el peligro de ser, de alguna manera, «hipócritas de la Palabra», aunque suene duro; aquel que escucha, aquel que dice: «Señor, Señor», que se llena los labios, pero finalmente no hace nada de lo que dice nuestro buen Dios. ¡Cuántas veces caemos en eso! Por eso, hoy Jesús directamente nos pregunta: «¿Por qué ustedes me llaman: “¿Señor, Señor” y no hacen lo que les digo?». ¿Por qué me llamás «Señor, Señor» y no terminás haciendo lo que te digo, que es lo que te va a hacer bien? Hacer lo que Jesús nos dice, en definitiva, es la prueba más elocuente, más evidente, más clara, que lo amamos. No se puede amar a alguien si uno no le pone el corazón y el oído y no termina obedeciendo, o sea, ligándose con el corazón a aquello que nos plantea.
Y, finalmente, Jesús utiliza la imagen de la «casa». En realidad, el oyente bueno de la Palabra es aquel que sabe construir toda su vida sobre el verdadero cimiento de la roca, que es Cristo. En cambio, aquel que escucha, pero no hace nunca lo que Jesús dice, en definitiva, siempre está propenso a que todo se venga abajo de un día para el otro; no por culpa de Dios, sino justamente por no haber construido sobre él.
Todo se nos viene abajo en realidad porque no estamos poniendo nuestro corazón, nuestros anhelos, nuestras ansias, nuestros deseos y sueños, cimentados en la roca, que es Cristo. Si ponemos todo en Jesús, no hay nada que nos derribe. No hay ventarrón, ni terremoto, ni tsunami, que voltee ese «arbolito» que somos vos y yo y que va creciendo día a día regado por la Palabra de Dios. Nadie volteará nuestra casa, aunque sufra.
Dejemos hoy que la Palabra de Dios nos siga enriqueciendo el corazón. Preguntémonos sinceramente si estamos haciendo el esfuerzo por cumplir lo que Jesús nos dice y miremos hacia atrás y veamos también todo lo que él logró en nosotros día a día a través de su Palabra, especialmente en esta semana.
Tenemos un gran tesoro de bondad en nuestro corazón. Confiemos en eso y empecemos este fin de semana con mucha alegría, sabiendo que tenemos mucho para dar si sabemos escuchar y confiar en lo que Jesús nos regaló.