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XXIII Jueves durante el año

Jesús dijo a sus discípulos:

«Yo les digo a ustedes que me escuchan: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian. Bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman. Al que te pegue en una mejilla, preséntale también la otra; al que te quite el manto, no le niegues la túnica. Dale a todo el que te pida, y al que tome lo tuyo no se lo reclames.

Hagan por los demás lo que quieren que los hombres hagan por ustedes. Si aman a aquellos que los aman, ¿qué mérito tienen? Porque hasta los pecadores aman a aquellos que los aman.

Si hacen el bien a aquellos que se lo hacen a ustedes, ¿qué mérito tienen? Eso lo hacen también los pecadores. Y si prestan a aquellos de quienes esperan recibir, ¿qué mérito tienen? También los pecadores prestan a los pecadores, para recibir de ellos lo mismo.

Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada en cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno con los desagradecidos y los malos.

Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso».

Palabra del Señor

Comentario

Si Jesús nos abriera los oídos del corazón, cuanto bien podríamos hacer. Cuantas palabras lindas saldrían de nuestra boca si aprendieran a escuchar. Solo habla bien, solo habla lo justo y necesario, solo habla en el momento adecuado, aquel que sabe escuchar. Vivimos en una sociedad que le gusta el ruido, que le gusta las palabras, que le gusta hablar y pensar que todo lo solucionará por medio de las palabras, incluso a veces de los gritos, de la imposición; y, sin embargo, Jesús, con el milagro del Evangelio del domingo –en donde le dijo: «Efatá», ábrete–, nos enseña que todos hemos nacido un poco sordos del corazón, que no basta con oír, que tenemos que hacer un proceso interior para aprender a descubrirlo a él en los demás, para aprender a hablarle a los demás de él. Pero vamos a Algo del Evangelio de hoy.

Si nos preguntarán hoy –medio desprevenidos–, si por ahí un hijo nos pide hablar y nos pregunta algo importante, o en la facultad, en la universidad, en el trabajo nos hacen una pregunta desafiante, como, por ejemplo, ¿qué es ser cristiano?… ¿Qué le dirías? ¿Qué le diríamos? ¿Cómo responderíamos esa pregunta? Creo que tranquilamente podríamos decirle: «Bueno, andá al capítulo seis del Evangelio de Lucas, versículo 27-36, o también andá a Mateo 5, 38-48, lee esto que acabamos de escuchar, por ejemplo». Pero bueno, en realidad, si le decimos eso a alguien, no le estarías dando una respuesta completa, porque nadie puede entender esta página del Evangelio si no conoce a Jesús, si no hizo un camino previo, si no se le abrió el corazón, los oídos del alma. Son de esas páginas un poco incómodas y muchísimas veces mal interpretadas y por eso no entendidas, y porque no son entendidas muchas veces son olvidadas.

Para responderle en serio a alguien que hace semejante cuestionamiento, deberíamos hacerle en realidad leer el libro de nuestra vida, de nuestra vida cristiana, y después que vea que eso que ve en vivo y en directo está escrito de hace ya muchísimos años porque alguien lo vivió y a partir de ahí lo vivieron miles y miles de personas, creo que la cosa cambiaría.

Ser cristiano, en definitiva, es amar, pero amar no solo con el impulso natural con el que amamos naturalmente, valga la redundancia, a los que queremos por afinidad o porque los elegimos, sino que amar con un plus; o, mejor dicho, poder amar con un plus que proviene de Dios. Es lo que llamamos nosotros la «caridad», amar a los demás con el amor que nos es dado por Dios Padre, amar a los demás por amor a Dios. Si nos preguntan, tendríamos que decir que ser cristiano es ser seguidor de Cristo, que ser cristiano es haber descubierto que somos amados por Dios. No importa si somos buenos o malos, gordos o flacos, lindos – feos, negros – blancos, con dinero – sin dinero, con profesión o sin profesión; somos amados, y por haber descubierto que él nos ama, nosotros no tenemos derecho real a amar con distinción, a discriminar en el amor.

Otra cosa es cómo amamos a cada persona, pero de movida no podemos dejar a nadie de lado, de nuestro corazón. Entonces, ser cristiano es haber experimentado esto, y no por un cuento, no porque lo hayamos leído en un libro lindo o en el catecismo; sino porque nos dimos cuenta que es real, que el Padre ha sido misericordioso con nosotros, con vos y conmigo hoy, y que con ese que nos cuesta tanto también.

Algo del Evangelio de hoy es para sentarse a desmenuzarlo palabra por palabra, como para deleitarse y también asustarse un poco, te recomiendo que vuelvas a escucharlo o leerlo. ¿Amar a los enemigos es algo posible o es algo de unos pocos? ¿O Jesús estaba un poco loco? Es fundamental –y es lo que quiero dejarte hoy– que comprendamos a qué se refiere con «amar» o a qué tipo de amor se refiere Jesús.

Podemos equivocarnos y que al escuchar la palabra «amar» pensemos que tenemos que amar a un enemigo como amamos a un amigo, a un padre, a una madre, a un hijo o a un hermano; ¡no!, no quiere decir eso, no quiere decir que tenemos que ir hoy a abrazar al que nos hizo el mal –aunque, si nos sale, no estaría tan mal–, al que nos difamó, al que nos criticó, al que nos echó del trabajo, al que nos humilló, al que nos trató mal; no quiere decir que tenemos que irnos de vacaciones con esa persona o que tenemos que ser su amigo. Jesús nos pide un amor especial, distinto, que aunque no tenga espontaneidad, aunque no salga –digamos– naturalmente; no quiere decir que es hipocresía, como dicen algunos. Ese amor es caridad, viene de Dios porque de nosotros no sale, y porque viene de Dios nos permite hacer lo que no haríamos, y es como que nos transformaríamos en un puente de algo más grande que nos da una felicidad que tampoco viene de nosotros, nos da la bienaventuranza.

¿Qué podemos hacer con el que no es amable o se portó mal con nosotros, o sea, el que es de alguna manera nuestro enemigo? Muchas cosas. Si podemos, probemos hoy, por ejemplo, haciendo esto: saludar a esa persona, bendecirlo interiormente, hablar bien de ella, rezar –por supuesto–, no devolver mal por mal, no negarle algo que nos pida. Ser misericordioso como el Padre es misericordioso, esa es la manera de ser bienaventurado, de ser feliz.

Si alguien nos pregunta hoy qué es ser cristiano, no lo mandemos a leer el Evangelio, como dijimos al principio; demostrémoslo con la vida. Si nadie nos pregunta, no importa, pensemos hoy a quién, que no sea tan amable, podemos tratarlo como nos gustaría que nos traten.