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XXIII Domingo durante el año

Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis.

Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: «Efatá», que significa: «Ábrete». Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente.

Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban y, en el colmo de la admiración, decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos».

Palabra del Señor

Comentario

¿Escuchamos bien el Evangelio? ¿Escuchamos lo que pasó, que la gente le presentó un sordomudo para que le impusiera las manos? ¿Nos dimos cuenta de que Jesús lo separó de la multitud, lo llevó aparte, y hace una curación tocándole las orejas y su lengua? ¿Nos dimos cuenta de que Jesús para hacer el milagro miró al cielo, suspiró y dijo una palabra: «Ábrete», mirando a su Padre, seguramente? ¿Y nos dimos cuenta de que la gente estaba admirada y decía: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos»? ¿Escuchamos bien? Si no lo escuchaste bien, te propongo que vuelvas a poner el audio y escuchar, por lo menos, el texto del Evangelio. Si lo escuchaste bien, quiere decir que estás atento, pero a veces no escuchamos bien o a veces no empezamos prestando atención a las cosas, y esto es lo primero que creo que nos enseña Algo del Evangelio de hoy.

Este sordomudo representa a toda la humanidad que, de alguna manera, está «sorda del corazón», y por eso no sabe hablar, no sabe comunicarse, oye pero no escucha. Este sordomudo nos representa también a vos y a mí que nos cuesta escuchar verdaderamente con el corazón a nuestro Padre del cielo y a los demás. Y esto se nos manifiesta de muchísimas maneras, sería larguísimo describirlas, pero pensemos, por ejemplo, cuando escuchamos, cuando oímos en realidad; pero pensemos, por ejemplo, cuando oímos a alguien, pero en realidad estamos pensando interiormente en lo que le vamos a contestar, o cuando oímos, pero estamos esperando que haya un silencio en la conversación para emitir nuestra opinión sin prestar atención verdaderamente a lo que nos dicen. Pensemos en esas personas o por ahí somos una de esas personas, que no paran de hablar, que hablan y hablan y nunca hacen una pausa; nunca preguntan verdaderamente por el otro, cómo está; nunca se preocupan en realidad por los demás, solamente quieren dar su opinión. Pensemos si somos de esas personas que siempre tienen algo para decir, siempre tienen una respuesta a todo, como si lo supieran todo. Pensemos si no somos de esas personas que también somos callados pero, en el fondo, tampoco escuchan de corazón, que están siempre metidas en sí mismas y que –como decimos– están en su mundo.

La verdad es que escuchar es muy difícil y a todos nos cuesta, y se nos manifiesta de muchísimas maneras. Pensemos si verdaderamente escuchamos a alguien cuando, en el fondo, nos dimos vuelta y dimos un portazo, cuando nos vamos, cuando dejamos hablando solo a los demás, a tu marido, a tu mujer, a tus amigos, a tu novia, a tu novio, cuando en el fondo ya no querés hablar más, cuando preferís estar solo, pero en el fondo no es que no queremos hablar, sino no queremos escuchar. Pensemos si realmente escuchamos esa vez cuando le cerramos, simbólicamente, la cortina a una persona y no la queremos ver más, no la soportamos más.

Bueno, vuelvo a decir, hoy Algo del Evangelio nos pone de algún modo al desnudo en esta actitud tan humana. Somos muy incapaces, tenemos mucha dificultad para escuchar de corazón. Y sumémosle a esto todo lo que nos fue pasando en la vida, o en realidad podríamos decir que esto es consecuencia de la herida del pecado y de las heridas de la vida, los dolores que vivimos y que nos fueron cerrando el corazón, las dificultades que tuvimos, la poca escucha que recibimos de los que nos deberían haber escuchado; entonces verdaderamente no aprendimos a escuchar, solamente oímos y sumémosle la cultura en la que vivimos, llena de ruidos, que no escucha nada, llena de cosas. Comemos, cenamos con el televisor, comemos con la radio, estamos con música, no podemos sentarnos a veces ni a hablar, estamos corriendo todo el día, y el celular que nos aísla tantas veces –es tan bueno, pero finalmente también nos puede aislar–; tantas cosas que no nos dejan escuchar.

Bueno, hoy es el día, en este domingo, para que suspiremos también, que miremos al cielo y le digamos a Jesús: «Abrime, abrime los oídos del corazón para que pueda empezar verdaderamente a escuchar».

Empecemos a escuchar a los que tenemos al lado, escuchá a tu marido, a tu mujer, a tus hijos que necesitan que les preguntes también cómo están, pero que necesitan que los escuches, a tus hermanos, también los hijos a sus padres, a todos los que tenemos al lado. ¿Cuántos problemas tenemos en nuestras familias porque en el fondo no nos comunicamos bien, porque no oímos verdaderamente y eso no nos lleva a escuchar, porque no escuchamos, no sabemos hablar? ¿Cuántas incomprensiones? ¿Cuántas cosas nos hubiésemos ahorrado en nuestra vida si hubiéramos escuchado?

Y Dios Padre en ese sentido es el modelo perfecto del que nos escucha siempre. Por eso si no nos sentimos escuchados por los demás, acordémonos de que Jesús siempre nos escucha en el Sagrario, en su soledad; acordémonos de que Jesús nos escucha en la adoración, en nuestro corazón, mientras andamos por la vida, mientras caminamos, en nuestra consciencia también. Siempre nos escucha. Porque escuchar significa amar, en definitiva. Escucha el que ama y ama el que escucha.

El primer gran obstáculo que tenemos que vencer para amar a las personas que tenemos a nuestro alrededor es escucharlos en serio, es renunciar a nuestro propio tiempo, a nuestro ego, es «perder» el tiempo; pero, en realidad, es ganarlo estando con aquellos que necesitan ser escuchados. Y nosotros necesitamos también ser escuchados, por eso hablémosle a nuestro Padre, manifestémosle lo que nos pasa, hablemos a las personas que tenemos a nuestro alrededor. Cuando no nos escuchamos, no nos sabemos comunicar, y cuando no nos sabemos comunicar, no hablamos o hablamos mal, nos ladramos, nos gritamos, nos enfrentamos, nos criticamos, nos silenciamos para no decir nada, para ser indiferentes. Bueno, todo esto nos viene por nuestra incapacidad de escuchar, por la herida que dejó el ego en nuestro corazón.

Y hoy Jesús nos dice a todos: «Ábrete». Quiere abrirnos, quiere tocarnos los oídos, tocarnos la lengua para que empecemos a escuchar verdaderamente y para que podamos hablar y decir cosas lindas, cosas que hagan bien; que podamos hablar las palabras justas, que podamos decir lo que tengamos que decir a los demás en el momento oportuno. Todo esto es lo que de alguna manera creo que la escena de hoy nos quiere enseñar.

Tenemos que estar dispuestos a la escucha profunda, pero para eso tenemos que dejar que Jesús nos abra una vez más los oídos del corazón y, a la vez, ayudar a otros a que también se les abran, para que así nos escuchen también.