Un sábado, en que Jesús atravesaba unos sembrados, sus discípulos arrancaban espigas y, frotándolas entre las manos, las comían.
Algunos fariseos les dijeron: «¿Por qué ustedes hacen lo que no está permitido en sábado?»
Jesús les respondió: «¿Ni siquiera han leído lo que hizo David cuando él y sus compañeros tuvieron hambre, cómo entró en la Casa de Dios y, tomando los panes de la ofrenda, que sólo pueden comer los sacerdotes, comió él y dio de comer a sus compañeros?»
Después les dijo: «El Hijo del hombre es dueño del sábado.»
Palabra del Señor
Comentario
Cuando concebimos la vida cristiana como un camino para ir conociendo plenamente a Jesús como nuestro salvador, como hombre de Dios, todo Dios y todo hombre. Cuando vamos despegándonos de esa vida de fe que por ahí sin querer nos han inculcado y, a veces, a nosotros nos cayó cómoda, al pensar que es cumplir unas normas que ser moralmente bueno; o incluso saber muchas cosas, saber mucha doctrina, saber de las cosas que enseña la Iglesia –cosa que es importante, por supuesto–, pero vamos saliendo de ese esquema que a veces nos hace rígidos, tanto para un lado como para el otro. Porque la rigidez no es solamente el moralismo o ser doctrinario, sino también a veces algunos con muchas luces y con muchos deseos de libertad, de progresar, terminan cayendo en lo mismo, porque al final hacen su propia ley. Bueno, cuando salimos de ese esquema de fe vivido así y vamos descubriendo que a Jesús hay que conocerlo. Y a lo que nos invita él es a eso, a conocerlo. «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo», dice Jesús. No estaba diciendo que hagamos esto o lo otro solamente, sino que conozcamos al Padre. Y enamorándonos de tanto amor que nos tiene, de a poquito nos vamos haciendo verdaderamente cristianos. Cristo habita en nosotros y nos va transformando desde adentro. Y no solamente somos buenos y cumplimos una ley y la vivimos, y no solamente sabemos de la fe, sino que gozamos de ser cristianos. Es un gozo. Nos levantamos cada día llenos de alegría por ser hijos de Dios y devolvemos amor con amor.
Con respecto a Algo del Evangelio de hoy es lindo ver cuando Jesús aprovecha incluso situaciones muy difíciles –como estas controversias con los fariseos–, situaciones donde lo juzgan o juzgan a sus amigos, a sus discípulos, para enseñarnos, para que aprendamos a tener una mirada diferente de la vida; para que aprendamos a mirar en lo profundo de las cosas, en lo esencial; para que nos demos cuenta de que la ley suprema que está escrita en nuestro corazón, dada por él –por nuestro Padre–, es la ley, en definitiva, del amor. Y todo debe regirse por eso.
Y es por eso que san Pablo llega a decir en una de sus cartas: «Amar es cumplir la ley entera». Debemos aprender que el amor es finalmente la medida de todas las cosas y el cumplimiento de la ley, de todas las leyes y normas que podamos tener como Iglesia, como personas religiosas. No estamos hablando de leyes civiles, ese sería otro tema. Porque cuando no descubrimos que la ley de Dios es la ley del amor y que eso está por encima de todas las leyes –que incluso la propia Iglesia ha ido forjando a lo largo de la historia– o que estas están al servicio del amor, es cuando perdemos el rumbo y absolutizamos las leyes, las pequeñas normas que tenemos y que regulan la vida de la comunidad de la Iglesia en las comunidades, en la liturgia, en la catequesis, en la predicación, en todo lo que tiene que ver con la vida de aquellos que creen. Cuando nos olvidamos de que esas normas están para regular y para enseñarnos a amar, hacemos justamente de esas normas leyes absolutas y nos olvidamos del objetivo final al que nos quieren orientar, que es siempre el amor: la entrega cotidiana y sincera hacia los demás. Por eso el amor siempre tiene que ser la guía. Y entonces nos deberíamos preguntar qué es el amor, el bien del otro, en definitiva. El amor es buscar siempre el bien de los demás. Cuando olvidamos ese principio fundamental, nos pasa así. Como les pasaba a los fariseos que eran capaces incluso de no hacer el bien en un sábado, porque la ley decía que en sábado no había que hacer esto o lo otro y no había que hacer ciertas cosas.
Jesús nos quiere llevar justamente a un nuevo enfoque en el cumplimiento de la ley. ¿No será que el pueblo judío se había puesto muchas leyes y se había olvidado del amor? Incluso Jesús en un momento lo dice: «Ustedes se olvidan del mandamiento de Dios por llenarse de costumbres, de tradiciones humanas».
¿No será que nosotros también en la Iglesia a veces nos llenamos de normas, de reglas y requisitos para un montón de cosas que no están mal, pero las usamos mal y nos olvidamos a veces del amor? ¿No será que tenemos que aprender a aplicar las leyes y las normas a situaciones concretas, viendo siempre a las personas, comprendiendo sus condiciones particulares de las personas que el Señor pone en nuestro camino? Porque ese es nuestro problema. Las leyes universales las aplicamos a situaciones concretas, a veces olvidándonos de la particularidad del sujeto que las tiene que observar. Y eso también nos pasa a nosotros cuando nos juzgamos, cuando no nos perdonamos ante situaciones que vivimos, porque había que hacer tal o cual cosa y no la pudimos hacer; y somos muy duros con nosotros, personalmente –digo–, y no comprendemos que ciertas circunstancias nos llevaron a veces a caer en lo que caímos, valga la redundancia. Ciertas circunstancias no nos permitieron hacer lo que deberíamos haber hecho y entonces hay que perdonar y mirar para adelante.
Esta nueva visión, de la que estoy hablando, no anula la ley. Ese sería otro error, como les pasa a algunos, no quieren leyes. Por eso el otro peligro siempre es caer en rechazar tanto las normas, de habernos cansado tanto de que se usen mal; pensando incluso que parece que no sirven, que las despreciamos. Entonces caemos en el otro extremo del fariseísmo, que sería «mi propia norma», la norma de mi capricho, la norma de que finalmente es un desorden y hago lo que me parezca a cada momento. Y eso tampoco conduce siempre al amor. El amor tiene que ver y tiene que ser el que regule todas mis actitudes, mis sentimientos, mis pensamientos.
Bueno, Dios quiera que estas palabras de Jesús nos ayuden a ver que la ley está hecha para el hombre y no el hombre para la ley. Nosotros tenemos que ser libres, ir aprendiendo la libertad de los hijos de Dios siempre, descubrir día a día, en cada circunstancia concreta de la vida, qué es lo mejor que podemos hacer. Eso implica siempre un esfuerzo, implica oración, silencio, autoconocimiento e interiorización, para poder descubrir qué es lo que Dios Padre nos pide en cada circunstancia particular de nuestra existencia.