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XXII Jueves durante el año

En una oportunidad, la multitud se amontonaba alrededor de Jesús para escuchar la Palabra de Dios, y él estaba de pie a la orilla del lago de Genesaret. Desde allí vio dos barcas junto a la orilla del lago; los pescadores habían bajado y estaban limpiando las redes. Jesús subió a una de las barcas, que era de Simón, y le pidió que se apartara un poco de la orilla; después se sentó, y enseñaba a la multitud desde la barca. Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: «Navega mar adentro, y echen las redes.»

Simón le respondió: «Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada, pero si tú lo dices, echaré las redes.» Así lo hicieron, y sacaron tal cantidad de peces, que las redes estaban a punto de romperse. Entonces hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que fueran a ayudarlos. Ellos acudieron, y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían.

Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús y le dijo: «Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador.» El temor se había apoderado de él y de los que lo acompañaban, por la cantidad de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, compañeros de Simón.

Pero Jesús dijo a Simón: «No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres.»

Ellos atracaron las barcas a la orilla y, abandonándolo todo, lo siguieron.

Palabra del Señor

Comentario

Qué mal utilizada está la palabra «religioso», «religiosidad». Ya desde los evangelios vemos que Jesús critica una cierta religiosidad, que finalmente parece ser que fue la que predominó a lo largo del tiempo, o incluso hoy podemos decir que, cuando escuchamos la palabra «religioso», que cierta persona es muy religiosa. Siempre se lo asocia a aquellas personas que o están mucho dentro de la Iglesia o bien rezan mucho, hacen muchas prácticas de piedad.

No se relaciona lo religioso con aquel que se entrega y ama en lo cotidiano, aquel que se juega por los que más necesitan, aquel que entrega su vida. ¡No!, parece ser que lo religioso es una cuestión externa, de prácticas externas. ¿Cuándo vamos a cambiar esa mentalidad? Decíamos, desprendiéndose del Evangelio del domingo y de la Carta de Santiago, que la verdadera religiosidad no está en cosas meramente externas, aunque ayudan mucho, sino que está en vivir el amor, en ocuparnos de los más débiles y los más pobres. Por eso quitemos de nuestro vocabulario la palabra mal usada «religiosidad» para asociar a aquellas personas que están mucho dentro de la Iglesia. Yo, como sacerdote, o cualquiera que está dentro de la Iglesia mucho y vive para ella podemos ser muy poco religiosos aun estando dentro de la Iglesia, porque podemos amar muy poco. En definitiva, solo en el amor se comprueba si nuestra religiosidad es pura y sin mancha.

Ayer citábamos al apóstol Santiago cuando decía: «Si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra, ese se parece al que contempla su imagen en un espejo, se contempla, pero yéndose se olvida de cómo es». Esto es lo que nos pasa tantas veces al escuchar la Palabra de Dios, parece que hacemos como cuando antes de salir a trabajar, después de levantarnos y prepararnos, nos paramos frente al espejo, nos lavamos la cara, nos peinamos, nos lavamos los dientes y salimos medio corriendo, como no queriendo detenernos mucho para ver realmente cómo estamos, cómo «nos vemos», cómo está nuestro rostro; o bien aquellos que están minutos y muchos minutos frente al espejo, pero finalmente viéndose su propio ombligo. Así hacemos a veces con la Palabra, la escuchamos, pero no sabemos siempre frenarnos verdaderamente, dejar que eso que escuchamos nos refleje algo de la voluntad de Dios, algo de lo que somos, algo sobre cómo estamos. Cuando no ponemos por obra la Palabra, es porque no le damos tiempo, en el fondo no la contemplamos, sino que la escuchamos a las «corridas», queriendo hacer lo que queríamos hacer y no tanto lo que Dios quiere o nos está pidiendo. Es necesario tomarnos más tiempo, es necesario hacer momentos de silencio, es necesario hacer retiros espirituales, es necesario mirarse al espejo de la Palabra, dedicándole un poco más el corazón. Intentemos hoy un poco más, hagamos el esfuerzo. Dale, te invito.

Algo del Evangelio de hoy es uno de esos días para contemplar con todo el corazón, por eso te digo y me digo esto. Hagamos el intento de imaginarnos esta escena maravillosa del Evangelio, metámonos como si estuviéramos ahí… para enamorarnos de un Jesús que sorprende, que descoloca, que llama, que se mete en la barca, que enseña, que perdona, que calma, que invita a la confianza, que convierte a un simple pescador bastante cabeza dura y pecador, en un «pescador de hombres», en un hombre que cambió la historia de miles.

Es uno de esos días, hoy, te invito, en los que me gustaría callar un poco, no decir mucho, por eso simplemente quiero remarcar algunas pinceladas de lo que ya dice la Palabra.

Jesús se mete en la barca de Pedro, se mete en su vida, en su lugar de trabajo, como se metió en la mía, en la tuya, como quiere meterse ahora en nuestra vida, mientras estamos escuchando concretamente. Nos pide que le demos un lugar, que le demos su lugar, que le abramos nuestra casa, nuestro corazón.

Jesús invita a Pedro a confiar en su Palabra; nos invita a creer, a abandonarnos y no creer tanto en nosotros mismos, en nuestras capacidades o formas de hacer las cosas, sino más en él, en su estilo, en su modo de amar y de obrar. Pedro, vemos que confía y le responde: «Si tú lo dices…». A partir de ahí, todo se transforma y pasa lo inexplicable: se llenan las dos barcas de peces, nuestra vida se llena de otras cosas, de más corazones. Lo mismo pasa con nosotros, se nos llena el corazón de un montón de cosas lindas de Dios que nos va regalando, de personas, de oportunidades de amar.

Pedro descubre la grandeza, se maravilla y por eso se tira a los pies de Jesús, se arroja; no solo porque se sintió un miserable al lado de Jesús, un pecador, sino también porque algo tan grande se descubre de a poco. Vos y yo también somos pecadores como Pedro, pero no significa que no somos nada. Somos algo, algo, pero muy chiquitos ante nuestro gran Jesús, nuestro buen Dios. Solo vemos lo poco que somos cuando descubrimos lo grande que es Dios, lo grande que es nuestro Salvador, y no podemos reconocer quién es nuestro Salvador si no reconocemos que somos pequeños, no miserables, pero pequeños.

Y, por último, Jesús le dijo a Pedro: «No temas», no tengas miedo por ser pecador, tranquilo eso ya lo sé, no hace falta castigarte. Él sabe que somos pecadores, Jesús sabe todo eso y no le importa tanto, porque él transforma lo que parece que no sirve, lo que es descartable y termina convirtiéndolo en algo grande. El mundo hace todo lo contrario, fabrica de alguna manera pecadores, los promueve, pero después los desprecia, los descarta, no los perdona. Sin embargo, Jesús recibe a los pecadores, los abraza, los perdona y los convierte en «pescadores de hombres», en personas, capaces de amar más y más.

Ojalá que hoy sintamos ese deseo de abrazarnos con Jesús, de tirarnos a sus pies, de reconocernos pequeños, pequeñas y caer en la cuenta, principalmente, de la grandeza de Dios, de todo lo que él hizo y hace por nosotros en nuestra vida, y animarnos a ser pescadores de hombres. Anímate a pescar con amor a aquellos que están perdidos en el mar de este mundo.