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XXII Domingo durante el año

Los fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús, y vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavar.

Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no comen sin lavarse antes cuidadosamente las manos, siguiendo la tradición de sus antepasados; y al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones. Además, hay muchas otras prácticas, a las que están aferrados por tradición, como el lavado de los vasos, de las jarras y de la vajilla de bronce y de las camas.

Entonces los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: «¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras?»

Él les respondió: «¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos”. Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres».

Y Jesús, llamando otra vez a la gente, les dijo: «Escúchenme todos y entiéndanlo bien. Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre. Porque es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre».

Palabra del Señor

Comentario

Parece que estas palabras de Jesús de hoy resuenan muy fuerte, más fuerte que nunca: «Escúchenme todos y entiéndanlo bien». Ojalá que esto también nos quede en el corazón a todos, que escuchemos y que entendamos, porque no basta con escuchar, sino que también hay que entender. No hay que actuar, como dice la misma Palabra, como «oyentes olvidadizos», sino que hay que poner en práctica lo que escuchamos, y para eso hay que entender.

Entendamos bien lo que Jesús nos quiere decir. ¡Qué difícil es en nuestras vidas el equilibrio en las dos cosas, en todos los aspectos de nuestra vida! Nos cuesta muchísimo encontrar el llamado «punto medio», el equilibrio en las cosas que hacemos, en nuestra manera de pensar, en nuestra manera de actuar, en lo que sentimos, en lo que emprendemos; y es más común irnos a los extremos, caer en ideologías y absolutizar todas las cosas. En la fe nos puede pasar lo mismo y nos pasa muchas veces lo mismo, y esto es lo que Jesús hoy viene a decirnos en Algo del Evangelio, a enseñarnos a través de este reproche tan fuerte –como siempre– a los fariseos que erraban el camino. Pero acordémonos que nosotros también siempre tenemos algo de fariseos en el corazón, por algo estas palabras quedaron y se siguen escuchando y resuenan hoy en la Iglesia: «Escúchenme todos y entiéndanme bien».

Jesús nos quiere llevar a una religiosidad pura y sin mancha delante de Dios –así dice Santiago en la segunda lectura de este día–, una religiosidad que sea verdadera y que no nos olvidemos del mandamiento de Dios, que es atender a los huérfanos, a las viudas que están necesitadas, a los más pobres, o sea, el amor al prójimo, y rechazar todo aquello que nos contamina del mundo: todas las ideologías y todos los extremos en los que podemos caer.

El Maestro hoy nos da dos grandes enseñanzas muy claras que nos pueden ayudar y que van encaminadas a corregir dos grandes desviaciones de nuestra religiosidad.

La primera que nos quiere enseñar el Señor es aprender a distinguir lo «esencial» de lo «accidental». Cuando dice: «Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios por seguir la tradición de los hombres», no quiere decir que no hay que tener tradiciones; más bien se refiere que a lo principal nunca debemos dejarlo de lado, lo «esencial» es el mandamiento de Dios y que muchas veces por aferrarnos a cuestiones humanas, a costumbres, tradiciones que hemos recibido, que aceptamos incluso sin discernirlas, olvidamos lo más importante que nos enseña Dios. Esta es la gran advertencia y la gran enseñanza, porque podemos caer en los dos extremos: en pensar en una fe sin tradición –o sea, desgajada completamente de lo que nos vienen transmitiendo nuestros padres y desde los apóstoles ininterrumpidamente hasta hoy– o caer en el otro extremo de aferrarnos a la tradición, pensando que es lo antiguo, y caer en un tradicionalismo mal entendido. Esto hay que entenderlo bien. La Iglesia es «tradicional» en el sentido profundo de la palabra; la Iglesia arrastra, lleva, conduce una tradición. Significa que nos transmite ininterrumpidamente hace dos mil años por escrito y oralmente lo que Jesús enseñó. No podemos renegar de nuestro pasado, sí podemos desechar lo malo, pero no renegar del pasado.

Ahora, no podemos absolutizar tampoco el pasado, porque es pasado y nada más, porque parece que si es antiguo, es mejor. Entonces en este extremo podemos caer también en un «tradicionalismo» mal entendido o en un «progresismo» mal entendido. Ser tradicional es las dos cosas al mismo tiempo: tradicional, como lo entiende la Iglesia, es amar nuestro pasado, pero estar siempre abiertos al cambio de lo que es accidental, sin perder el mensaje, la profundidad de lo que Jesús nos dejó. Esto nos enseña él. Lo esencial es el mandamiento de Dios, las tradiciones humanas pueden cambiar.

Entonces ni una cosa ni la otra, sino el sano equilibrio. ¡Qué difícil es ser equilibrados! Y en la Iglesia lamentablemente a veces caemos en «etiquetarnos», nos etiquetamos entre nosotros: derecha, izquierda, conservador, tradicionalista, progresista. ¿De qué sirve todo eso?, ¿de qué sirve eso si olvidamos lo principal, si olvidamos el amor al prójimo, ese amor que nos debemos entre nosotros?

Y la segunda enseñanza de Jesús es que todas las cosas malas proceden del interior y son las que «manchan» al hombre. Él nos quiere enseñar que la prioridad está en el corazón, en nuestro interior, que no podemos echarle la culpa a las cosas de afuera, que no somos impuros y malos por problemas externos; somos impuros y a veces malos porque nos sale de adentro, de nuestro corazón que es débil.

Entonces él nos quiere ayudar a priorizar el corazón sin despreciar lo externo, poner la prioridad en el corazón. Preocupémonos primero por sanar nuestras intenciones, sanarnos de nuestras avaricias, maldades, de los engaños, de las mentiras, del egoísmo; eso tenemos que sanar todos y no echarle la «culpa» a nada que viene de afuera.

Y, por otro lado, también evitar caer en el extremo de pensar que porque Jesús prioriza el corazón, no importa nada de lo exterior, no importa nada de lo que hacemos, cómo lo hacemos, si es lindo o feo, ya que solo importa el corazón; ¡no!, importa también lo de afuera en la medida que está unido al corazón, y por eso en la Iglesia vivimos también de lo exterior que nos enriquece. Sin irnos al otro extremo de que honremos a Dios con los labios, pero no con el corazón, que nos llenemos de cosas externas, de bellezas externas, llenando nuestras celebraciones de flores, de cantos, de cosas; pero, si no hay corazón, si el corazón está lejos de Dios, de nada sirve.

Ojalá que las palabras de Jesús de hoy nos ayuden a encontrar ese equilibrio, el bendito equilibrio que nos cuesta encontrar en nuestra vida. En la fe está lo esencial para no dividirnos entre nosotros, para no rechazarnos, para no «etiquetarnos», y la religiosidad pura y sincera delante de Dios es «atender a los huérfanos y a las viudas», o sea, amar al prójimo –especialmente a los más débiles–, y no contaminarnos con las cosas de este mundo que nos hacen mal.