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XXI Miércoles durante el año

Jesús habló diciendo:

¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que parecen sepulcros blanqueados: ¡hermosos por fuera, pero por dentro llenos de huesos de muertos y de podredumbre! Así también son ustedes: por fuera parecen justos delante de los hombres, pero por dentro están llenos de hipocresía y de iniquidad. ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que construyen los sepulcros de los profetas y adornan las tumbas de los justos, diciendo: “¡Si hubiéramos vivido en el tiempo de nuestros padres, no nos hubiéramos unido a ellos para derramar la sangre de los profetas”! De esa manera atestiguan contra ustedes mismos que son hijos de los que mataron a los profetas. ¡Colmen entonces la medida de sus padres!

Palabra del Señor

Comentario

A ninguno de nosotros le gusta vivir crisis de fe, crisis humanas, crisis de todo tipo. Las crisis nos molestan porque zarandean nuestro corazón, y lo ponen en un lugar que, en el fondo, no nos gusta estar. Sin embargo, las crisis son necesarias. Las crisis prueban lo más prueban lo más profundo de nuestra vida, lo más profundo de nuestras decisiones, que en definitiva son las que nos mantienen despiertos y con un horizonte firme, con la esperanza. Por eso, aunque no nos guste decirlo, tenemos que gritar, una vez más, con el corazón: «Benditas crisis que nos hacen crecer y nos ayudan a volver a decidir qué es lo importante de nuestra vida». Por eso, no rechacemos las crisis, y es así que el Evangelio del domingo, en ese momento donde Jesús los pone contra la espada y la pared –por decirlo de alguna manera– y les hace vivir esa crisis a los discípulos, es lo que nos tiene que iluminar también nuestra vida de hoy.

A veces es bueno que Jesús nos pregunte: ¿Para qué me estás siguiendo? ¿Cómo está tu corazón? ¿Realmente me querés seguir? ¿Crees en lo que te planteo? ¿Crees en que seguir mi camino es el mejor? Bueno, volvamos a preguntarnos para poder gritar con el corazón, una vez más: «Señor, ¿a quién vamos a ir?». Muchas veces vos y yo hemos aflojado en la fe, hemos buscado otras cosas que no nos ayudan, hemos buscado saciarnos en alimentos que nos dejan vacíos; sin embargo, hoy podemos volver a elegir una vez más, podemos volver a decir: «¡Señor, solo quiero ir con vos, solo quiero estar con vos!». Sigamos adelante, que el camino de Jesús es difícil, pero es más lindo, y es el más lindo porque también es difícil.

En Algo del Evangelio de hoy, vemos que Jesús sigue diciéndoles a los fariseos «de todo un poco» y a los escribas también, y no justamente que eran bonitos. La dureza de sus palabras iba a tono con la dureza del corazón de estos hombres que se creían salvados y, lo que es peor, se consideraban como la «aduana» de la salvación, o sea, los que decidían quién merecía o no la salvación. ¡Cuánto de eso también hay a veces en nuestra querida Iglesia! Por eso Jesús no tuvo ningún problema y no tiene ningún problema, ningún pelo en la lengua para decirles y decirnos «sin anestesia» algo como esto: «¡Hermosos por fuera, pero por dentro llenos de huesos de muertos y de podredumbre!». ¿Qué habrán sentido estos hombres? ¡Qué indignación!, ¿no?, al escuchar semejantes palabras y acusaciones. ¿Qué cara habrán puesto al escuchar que alguien que no consideraban como el Mesías les decía sin miedo al frente de todos lo que ellos eran realmente? ¿Qué habrá sentido el corazón de Jesús al ver que sus palabras se chocaban con rocas inamovibles y frías? Podríamos pensar que alguno de ellos habrá reflexionado o recapacitado y dejó esa vida o esa forma de pensar, pero también deberíamos pensar que su furia y cerrazón también les habrá impedido a otros muchos comprender las enseñanzas del Maestro.

La hipocresía era y es algo que repugna mucho a Jesús, no la acepta y la condena, pero al mismo tiempo desea cambiarla. Desea despertarnos para que la evitemos como a la peor de las enfermedades, como el peor de los virus. Son tan duras las expresiones de Jesús que podría llevarnos a pensar que es imposible aplicarla a todos, que nosotros somos bastante buenos como para ser tan hipócritas. Sin embargo, sería bueno aprovechar para pedirle al Maestro que nos ayude a considerar o a reflexionar con sinceridad para ver si hay algo en nuestro corazón que «huele» a hueso o a podredumbre y está ahí oculto; si hay algo en nuestro corazón que hace pensar a los demás que somos santos y puros, pero sin embargo hay hipocresía y maldad en nuestro corazón. Cuesta pensarlo y da un poco de temor, pero me animo a decir que todos tenemos de algún modo, como se dice, algo muerto y podrido en el corazón, la mayoría de las veces inconscientemente, pero que es mucho peor cuando es consciente y deliberado.

Podríamos decir que hay una cierta hipocresía involuntaria y no buscada o no querida, de la cual podemos todos escaparnos y que, incluso, podríamos decir que todos padecemos y que también se la podría llamar falsedad. Pero hay otra que puede ser consciente y voluntaria, buscada y querida, y esa es la peor de todas, y esa es la hipocresía con todas las letras.

Una cosa es luchar todos los días para ser más veraces, para ser más sinceros con uno mismo y con los demás y con Dios, y otra muy distinta es disfrutar de parecer algo, pero en el fondo no serlo, o aprovechar una imagen puritana y falsa de uno mismo para beneficio propio. Eso es lo que a Jesús le repugna y quiere sanar. Cuando se da esto, es cuando en el corazón, en el fondo, hay algo que está enfermo y enferma todo lo que toca, cuando Dios no puede entrar al alma porque, en el fondo, no tiene lugar.

Solo nuestro buen Jesús puede sacarnos lentamente de la ambigüedad y falsedad de nuestros corazones, que tarde o temprano pueden llevarnos a la hipocresía que se aloja como un cáncer. Solo Jesús, con sus palabras de amor, pero llenas de verdad, puede ayudarnos a crecer cada día en la verdad que nos hace libres, en la verdad que nos va quitando las máscaras que no nos dejan mostrarnos cómo somos ante los demás. Esas máscaras que nos impiden ser humildes y aceptar nuestras debilidades, esa actitud que nos lleva a aprender a pedir perdón cuando nos equivocamos y reconocer que no somos quiénes para juzgar a los demás, considerándonos dueños de la salvación. Que Jesús nos libre de cualquier hipocresía en nuestro corazón y dentro de la Iglesia.