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XX Sábado durante el año

Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos:

«Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés; ustedes hagan y cumplan todo lo que ellos les digan, pero no se guíen por sus obras, porque no hacen lo que dicen. Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo.

Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos; les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar “mi maestro” por la gente.

En cuanto a ustedes, no se hagan llamar “maestro”, porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A nadie en el mundo llamen “padre”, porque no tienen sino uno, el Padre celestial. No se dejen llamar tampoco “doctores”, porque sólo tienen un Doctor, que es el Mesías.

Que el más grande de entre ustedes se haga servidor de los otros, porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado.»

Palabra del Señor

Comentario

No es fácil ser constantes en la vida. A veces se nos caen los brazos. A veces no tenemos fuerza para levantarlos. A veces nos entusiasmamos y después, de golpe, viene un ventarrón y se lleva todo aquello que habíamos anidado en el corazón, como una fuerza que nos supera. Pero siempre tenemos la posibilidad de volver a mirar al cielo simbólicamente, de volver a elevar nuestro corazón a nuestro buen Dios que siempre nos está escuchando, que siempre nos está mirando y sabe lo que nos pasa. Él es el único que sabe el porqué de nuestros cansancios, el porqué de nuestras dudas, el porqué de nuestros miedos. Y tenemos que poner la mirada en él una vez más, nuestro corazón, donde siempre estará la fuerza necesaria para volver a empezar, para volver a decir: «Esto me hacía bien», «tengo que volver a hacerlo», «esto es mí salvación», «esto es el camino», «vos sos la verdad y vos sos la vida», «vos sos el que me da la fuerza para seguir cada día».

Y aunque todo el mundo nos señale y todo el mundo se nos burle e incluso piensen que invocar a Dios y buscarlo es de infantiles, es de personas que no piensan. Los que tenemos fe tenemos que volver a decir una vez más que «este es el camino», que «pase lo que pase siempre será el camino» y que «pase lo que pase en él encontramos la paz». Y este camino tiene un final feliz; el final que la Palabra de Dios siempre nos enseña; el final que todos necesitamos volver a recordar en el corazón para decir: «Sí, es por acá. Puedo levantarme otra vez y puedo volver a empezar. Puedo volver a pedir perdón. Puedo volver a rezar, a mirarlo cara a cara y a decirle que “acá estoy”. Sí, es verdad, con mis debilidades, con mis cansancios, con mis dudas, con mis vaivenes, pero acá estoy».

Hoy es uno de esos días, especialmente para los que estamos con alguna responsabilidad de dentro de la Iglesia, porque Algo del Evangelio de hoy es un llamado de atención para los que transmitimos y enseñamos la fe, pero también para los que la reciben. La soberbia del alma se mete en cualquier corazón. No conoce fronteras y tenemos que aprender a percibirla tanto en nuestro corazón, para expulsarla, como en el de los otros, para evitar que nos haga mal, porque a veces la soberbia de otros a nosotros también nos ciega y nos hace tomar malas decisiones. ¿Es posible que a veces la soberbia tenga tanta fuerza y a veces vivamos como si fuéramos los únicos en este mundo? ¿Es posible que siendo tan poca cosa nos la creamos tanto?

Vos dirás: «Bueno… no es para tanto. No somos tan soberbios todos». Es bueno que cada uno se deje interpelar por las palabras de Jesús. La soberbia en realidad toma mil colores y tonos distintos según la responsabilidad, según la personalidad y la experiencia de vida de cada uno, y justamente el peor mal de la soberbia es que, a veces, no se ve. Es imperceptible. Solo una luz de afuera puede ayudarnos a iluminar nuestro corazón y a hacernos dar cuenta lo centrado en nosotros mismos que estamos y cuánto nos enferma eso. No solo puede ser soberbio el engreído, el que se lleva todo por delante, el altanero, sino también puede ser soberbio el apocado y silencioso, el que parece humilde desde afuera. La soberbia no es una cuestión externa principalmente, sino del corazón.

Dije que la soberbia toma mil colores. Ahora, en el Evangelio de hoy, las palabras de Jesús son lapidarias, especialmente con los que tenían una función en el pueblo de Israel. Y sin miedo tenemos que trasladarlas al Pueblo de la Iglesia de Dios, especialmente a los ministros, a los que deben servir a otros, a los que entregaron su vida para servir a los demás. Cuando la soberbia ataca a los ministros de la Iglesia, obispos, sacerdotes, diáconos, consagrados y consagradas, ataca a la cabeza y si la cabeza es soberbia, el cuerpo también se va enfermando de este virus que a veces es imperceptible. También pasa en cualquier grupo humano, en cualquier comunidad, hasta en una empresa. Sé que suena muy duro, pero la verdad es que hay que decirlo.

No hay que tenerle miedo, especialmente nosotros, los sacerdotes, de decir las cosas como son y de incluso evaluarnos a nosotros mismos, pero siempre con amor. Cuando la soberbia se entremezcla con un cargo, con una posición eclesial, con una cuestión de poder, se puede transformar en una bomba de tiempo. «Que el más grande de entre ustedes se haga servidor de los otros, porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado». Estas palabras de Jesús todos los sacerdotes deberíamos grabarlas en el corazón, vivirlas y no escaparles, y los laicos deberían repetirlas y decirlas con caridad a quien vean que «pone cargas en los demás que ni ellos mismos pueden llevar»; a quien escuchen que predica una cosa y después hace otra; a quien le gusta ser sacerdote para tener poder; a quien les gusta disfrutar de tener un privilegio; a quien cree ser más importante por ser llamado padre, maestro, doctor, o por tener un título y haber estudiado un poco más y saber algunas cuestiones de fe; a quien somete y manipula a las personas a su cargo, aun, incluso sin darse cuenta.

El problema no es solo del que manipula con su poder, sino también del que se deja manipular. Muchas veces, «la culpa, como se dice, no es solo del chancho, sino del que le da de comer». La soberbia se retroalimenta y no se extirpa del corazón hasta que Jesús no nos abre los ojos y nos ayuda a darnos cuenta cuánto tiempo hemos perdido por andar enfermos sin síntomas, asintomáticos.

No vamos a ser creíbles en este mundo, que siempre espera de nosotros lo mejor, si no somos humildes. Sin verdadera humildad no hay evangelización profunda, no hay testimonio posible, duradero y eficaz. Sencillamente porque el que nos salvó no se la creyó. Si él no se la «creyó», si Jesús fue tan humilde, ¿qué nos queda a nosotros?

Rezá siempre por los sacerdotes. Rezá siempre por nosotros, los ministros de la Iglesia. Recemos por todos los que le toca servir, por aquellos que Dios eligió para que sean humildes y, a veces, no lo son. Todos lo necesitamos. La Iglesia los necesita, vos también.