Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?»
Ellos le respondieron: «Unos dicen que es Juan el Bautista; otros Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas.»
«Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?» Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»
Y Jesús le dijo: «Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo.» Y yo te digo: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.»
Entonces ordenó severamente a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.
Desde aquel día, Jesús comenzó a anunciar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar al tercer día. Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo, diciendo: «Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá.»
Pero él, dándose vuelta, dijo a Pedro: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres.»
Palabra del Señor
Comentario
Trabajar por el alimento que no perece, como decía el Evangelio del domingo, debería ser nuestro mayor anhelo. Cuando ponemos el acento demasiado en aquellas cosas que podemos ver, en los frutos que nuestros ojos nos permiten certificar, finalmente podemos quedarnos con las manos vacías, porque no todo lo que hacemos da fruto inmediato, no todo lo que hace Dios en la vida de nuestros corazones, en la vida de la Iglesia da frutos inmediatamente. Muchos son los ejemplos de santos que no pudieron ver incluso lo que ellos mismos pudieron hacer. Todo germinó con el tiempo. En la misma vida de Jesús vemos que humanamente su vida aparentó ser un fracaso, murió en una cruz; sin embargo, los frutos aparecieron después porque él dio la vida por lo que permanecía hasta la Vida eterna. Por eso pongamos el acento en la obra de Dios que es finalmente que creamos, que confiemos en él, que pongamos toda nuestra esperanza en lo que él hace en nosotros y no tanto en lo que nosotros hacemos.
Continuemos con esta guía del Evangelio del domingo para aprender a poner el corazón donde realmente vale la pena y a poner un gran esfuerzo en trabajar por el alimento que no perece, por amar cada día más a Jesús, eso que a veces nadie puede ver.
Como Pedro en Algo del Evangelio de hoy, a veces podríamos decir que somos capaces de confesar la fe en Jesús y ayudar a que otros también la descubran y, al mismo tiempo o al instante, inmediatamente transformarnos en obstáculos de Jesús, o sea, en impedir que otros crean, porque nuestros pensamientos no son siempre los de Dios Padre. Por más que creamos que Jesús es el Hijo de Dios, no siempre pensamos y sentimos como él. Pensar y sentir como Jesús es un paso más en la fe que debemos seguir. Podemos ser obstáculos, podemos dejarnos llevar por nuestros pensamientos o los de los demás. Creer así nomás, creen muchos; ahora, creer bien, como Jesús quiere, creen los que reciben el don de lo alto, del Padre, y son pocos. Por eso pidamos cada día más fe, pero una fe verdadera y pura.
Pedro que es capaz de todo, de recibir la revelación más importante de convertirse en «Satanás» porque sus pensamientos no son los de Dios, también podemos ser nosotros. Todo en cuestión de minutos. ¿No te pasó alguna vez? Nos pasa tantísimas veces. Cuando recibimos algo, un don, una inspiración, un deseo de amar y de entregarnos, un consuelo grande, y sin querer, sin darnos cuenta, nos adueñamos de lo recibido; sin querer nos «la creemos» y terminamos patinando después en la curva siguiente, como para que se compruebe que la obra no era nuestra, sino de Dios Padre por medio de nosotros. Pienso que a veces nuestro Padre del Cielo permite que nos caigamos, que «patinemos» para que no olvidemos que todo lo bueno proviene de él y que jamás podemos adueñarnos de lo que no es nuestro. ¡Qué lindo poder vivir así! Siempre conscientes de que él es el Padre y es Padre de todos, de que el Reino es de él, no es nuestro, de que él tiene que ser santificado y no nosotros alabados, de que hay que cumplir su voluntad y no tanto la nuestra.
Pedro se olvidó, como nosotros, al instante de haber recibido el don, no comprendió completamente. Se dejó llevar por sus pensamientos y por su afecto a Jesús, igual que podemos hacerlo nosotros, que no nos gusta sufrir y, además, pretendemos un Dios que no pase por el sufrimiento, que nos haya salvado de otra manera.
Es por eso que hoy te animo a que nos preguntemos: ¿Quién es para nosotros Jesús? ¿Quién es realmente? Pero no respondamos con la cabeza solamente, con el catecismo. Respondamos también con el corazón. Tampoco respondamos solo con el corazón, respondamos también con la cabeza, porque Dios nos la dio para usarla. Son las dos cosas al mismo tiempo: fe y razón.
Por ahí hoy nos sirve preguntarnos lo que los niños a veces se preguntan con tanta naturalidad y que tanto nos enseñan: ¿Qué quiere decir que Jesús haya muerto por mí?, o dejarnos preguntar por él mismo: ¿Quién soy yo para vos? ¿Quién decís que soy?
Hay que conocer nuestra fe para amarla, hay que amarla para conocerla, hay que conocer qué significa tener fe. Jesús quiere saber qué dice la gente de él y qué dicen sus amigos, sus discípulos. Por eso no pregunta por debilidad o, como algunos han dicho por ahí, por no saber todavía bien quién era y necesitaba la opinión ajena, nada más alejado del Evangelio que eso. Jesús sabía perfectamente quién era y cuál era su misión. Por eso pregunta para ayudar a sus discípulos y a nosotros hoy. Pongámonos en el lugar de los apóstoles: «¿Quién decís que soy?». Pero no contestemos con una pregunta armada. No respondamos con una afirmación teológica por más verdad que sea. No respondamos con una respuesta infantil o una frase hecha. Contestemos con todo el corazón y con toda la razón, que no son enemigas. Las dos son creadas por nuestro Padre.
Sentémonos un rato a rezar y a pensar. Arrodillémonos un momento para encontrarnos hoy en algún sagrario. Arrodillémonos un momento frente a su presencia real en la Eucaristía. Él está en miles y miles de sagrarios abandonados y en misas celebradas. Él está en los que más sufren, él está en los que más nos necesitan. Arrodillémonos y escuchemos lo que hoy nos pregunta: «¿Quién decís que soy? ¿Hablás de mí a los demás? ¿Cómo hablás de mí a los demás?». Que la escena del Evangelio de hoy nos ayude a confesar nuestra fe sincera y amorosa en Jesús, nuestros Señor y Salvador.