Al llegar a su pueblo, se puso a enseñar a la gente en la sinagoga, de tal manera que todos estaban maravillados.
«¿De dónde le vienen, decían, esta sabiduría y ese poder de hacer milagros? ¿No es este el hijo del carpintero? ¿Su madre no es la que llaman María? ¿Y no son hermanos suyos Santiago, José, Simón y Judas? ¿Y acaso no viven entre nosotros todas sus hermanas? ¿De dónde le vendrá todo esto?»
Y Jesús era para ellos un motivo de escándalo. Entonces les dijo: «Un profeta es despreciado solamente en su pueblo y en su familia.»
Y no hizo allí muchos milagros, a causa de la falta de fe de esa gente.
Palabra del Señor
Comentario
Seguimos profundizando, ya al terminar esta semana, lo que nos enseña la Palabra de Dios sobre ella misma, sobre el valor que tiene para nosotros, sobre la influencia que pueda dar en nuestro corazón, para nuestra vida de fe, para aprender a conocernos y profundizar. Vuelvo a repetir la frase de la carta a los hebreos: “Porque la Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de doble filo: ella penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”. Hoy quiero que encontremos la respuesta a lo que venimos reflexionando en estos días sobre el “porqué”. ¿Por qué lo que dice Dios es vivo y es eficaz? ¿Por qué la Palabra de Dios es como una espada que corta y penetra hasta el fondo del alma, del corazón, del espíritu? En realidad, podríamos decir el “para qué”. ¿Para qué la palabra de Dios corta y penetra? Bueno, la respuesta es sencilla.
La da la misma palabra: para ayudarnos a “discernir los pensamientos y las intenciones del corazón”. Vale la pena que entendamos qué es “discernir”, qué quiere decir “distinguir” entre varias cosas. Saber separar, para finalmente poder elegir. No hay discernimiento si no hay finalmente una elección. Para decirlo en criollo, en sencillo: la palabra de Dios penetra en nosotros para que nosotros sepamos distinguir lo que en nuestra cabeza y corazón aparece muchas veces mezclado y confuso. Solo la persona que sabe escuchar aprende a discernir bien lo que siente y piensa. Los que hablan mucho, escuchan poco y, en general, deciden según sus criterios o sus impulsos y, por eso, tienen muchas chances de equivocarse, como nos pasa a todos. Si esto vale para las relaciones humanas, entre nosotros, imaginemos si lo pensamos desde Dios.
Por eso, el que escucha a Dios cada día es, a la larga, el más sabio, porque discierne según los pensamientos y deseos de Dios, que son los que jamás se equivocarán. Al contrario de lo que piensa el mundo o la cultura que nos rodea, que le encanta y se jacta al decir “que tiene convicciones” o “yo me guío por mis convicciones y jamás las traicionaré” dicen muchos. Cosa que, en cierta manera, es bueno, mientras las convicciones sean buenas. El cristiano es aquel que, de alguna manera, duda de sus propios pensamientos y sus deseos para ponerlos siempre a la luz de Dios. No porque sea dubitativo, sino porque confía en los criterios de Dios. Siempre acude al discernimiento que nos da la palabra de Dios. Eso sería lo ideal. Pensar y sentir lo que piensa y siente Dios, para decidir lo que más nos lleve al fin para el cual fuimos creados, amar y ser amados como él nos enseñó.
Un ejemplo claro y palpable de lo que intento decir hoy aparece en Algo del Evangelio. Los “parroquianos” de Jesús, aquellos que vivían en su mismo pueblo, que lo conocían, confían en sus propios criterios y pensamientos y por eso ese Jesús, que veían con sus propios ojos, tan pero tan humano, tan normal, tan carpintero, no les cabía en sus parámetros de lo que un profeta debía ser, según ellos. Es imposible que uno de los nuestros sea alguien que hable en nombre de Dios. Eso es ser profeta, fundamentalmente, escuchar a Dios, escuchar su palabra y hablar a los demás de lo que escuchamos, habiendo discernido nuestros pensamientos y deseos. Es imposible que el hijo de un carpintero, para ellos, sea tan sabio, que hable con tanta sabiduría.
¡Qué hipócritas o necios que somos a veces los hombres! Los de ese tiempo y los de ahora. Los de la Iglesia y los de afuera. Muchas veces, podemos ser como veletas que vamos tras pensamientos o sentimientos que no son los de Dios, porque no sabemos discernir. Por ejemplo: si alguien nos cae bien, todo lo que sale de su boca se convierte en “palabra de Dios”. Es increíble. Pasa con los políticos, con los profesores, con los sacerdotes, con todos. Si alguien me cae bien, pero, en el fondo, es porque representa mis pensamientos, mis deseos, soy capaz de adularlo y cegarme, de una manera casi infantil, por el solo hecho de que dice lo que quiero escuchar o está en contra de los que yo aborrezco.
En el fondo, busco mi idea en lo que dice el otro. Ahora… no me importa a veces su vida moral, sus locuras o incoherencias, sino que dice lo que quiero escuchar. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Lo mismo nos pasa al revés. Cuando alguien no me cae bien, dice verdades que yo no quiero escuchar, pero por el solo hecho de que esa persona no las vive o no es muy amable al decirlas, no valoro ni me importa lo que dice. ¿Qué hacemos entonces ante esta situación? En el fondo ni una cosa ni la otra. ¿Qué importa entonces? Importa lo que se dice. “Cuanta más verdad es una verdad, menos importa quién la dice”, decía un santo.
Jesús fue rechazado por los de su pueblo, por sus “parroquianos”, diríamos nosotros. Como nos pasa a nosotros en nuestras familias, en nuestras comunidades, en nuestros ambientes porque muchas veces no podemos superar estos obstáculos tan obvios, tan humanos, pero tan difíciles de saltar.
Dios quiso hacerse, normal, como uno de nosotros, y por eso se hizo hombre. Dios quiso hablarnos normalmente y por eso tuvo boca y corazón. Jesús fue un hombre sin dejar de ser muy pero muy Dios. Nosotros podemos ser nombres y mujeres muy de Dios, muy profetas, sin dejar de ser humanos. Es más, es signo que estamos siendo profetas si seguimos siendo hombres y mujeres con todas las letras.
Aprendamos a escuchar a todos. Porque más allá de la palabra de Dios escrita, Dios nos habla por medio de todos, incluso de los que, a veces, despreciamos o no comprendemos.