Jesús atravesaba unos sembrados y era un día sábado. Como sus discípulos sintieron hambre, comenzaron a arrancar y a comer las espigas.
Al ver esto, los fariseos le dijeron: «Mira que tus discípulos hacen lo que no está permitido en sábado.»
Pero él les respondió: «¿No han leído lo que hizo David, cuando él y sus compañeros tuvieron hambre, cómo entró en la Casa de Dios y comieron los panes de la ofrenda, que no les estaba permitido comer ni a él ni a sus compañeros, sino solamente a los sacerdotes?
¿Y no han leído también en la Ley, que los sacerdotes, en el Templo, violan el descanso del sábado, sin incurrir en falta?
Ahora bien, yo les digo que aquí hay alguien más grande que el Templo. Si hubieran comprendido lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios, no condenarían a los inocentes. Porque el Hijo del hombre es dueño del sábado.»
Palabra del Señor
Comentario
Dice Algo del Evangelio de hoy: «Yo quiero misericordia y no sacrificios». Si comprendiéramos lo que significa esto, no condenaríamos ni para un lado ni para el otro. Creo que esto es a lo que nos invita Jesús hoy. ¡Cuidado con el fariseísmo que nos hace olvidar de lo más esencial! El fariseísmo es un virus escondido que se desparrama por todos lados, que no tiene fronteras, que de alguna manera tenemos todos o de alguna manera algún día nos contagiaremos. El fariseísmo me parece que puede tomar –para simplificarlo– dos formas: por un lado, la «rigidez extrema» que es la que más conocemos, la que más está difundida, pero también me animo a sumar otra que yo le llamaría «cualquierismo», porque de las dos maneras podemos caer en un cierto fariseísmo; o sea, en esa actitud de estar buscando, como decimos a veces, «la quinta pata al gato», buscando qué criticar, buscando qué ver en el otro, en los demás, qué ver en mi familia, qué ver en la Iglesia, en ese u otro sacerdote, en este que hizo esto o no hizo lo otro. Ese fariseísmo que puede llevar –como dije recién— a la «rigidez» de plantarse en una posición, de criticar, de juzgar continuamente, de mirar toda la realidad con mis anteojos y pensar que todo tiene que ser como pienso yo.
Jesús hoy calla a los fariseos de una manera admirable, les enseña a leer bien la Palabra de Dios; porque también la Palabra de Dios se puede interpretar para donde queremos, la puedo usar para mi provecho. De la Palabra de Dios puede salir cualquier otra cosa, menos la verdad; de hecho, las herejías surgieron de la Palabra de Dios, por no saber interpretarla.
Y para eso el Señor hoy nos deja el remedio de la misericordia: «Yo quiero misericordia y no sacrificios». ¿A qué se refiere Jesús? No se refiere a que no hagamos obras por amor –que eso sería un buen sacrificio—, sino que se está refiriendo a los sacrificios de animales que hacían los judíos y que creían que con eso agradaban a Dios, y por eso no hacía falta un corazón arrepentido; era algo meramente exterior. Para que el sacrificio exterior sea auténtico, siempre tiene que estar acompañado de lo espiritual, de lo interior, de la recta intención, o sea, Jesús no va en contra de la entrega amorosa que podemos hacer cada día, de lo que va en contra es de los «sepulcros blanqueados», de ese pensamiento de que nos vamos a salvar por hacer cosas que salen de nosotros, de nuestro propio esfuerzo, como un voluntarismo. Jesús quiere antes que nada la misericordia. Ese es el gran y verdadero sacrificio que nos exige: LA MISERICORDIA; la misericordia para con nosotros mismos, la misericordia para con los demás, para con todo lo que nos rodea, para la realidad. ¡Misericordia! ¡Misericordia! Pidamos eso hoy: ¡Tener misericordia! Hay una canción muy linda que recuerda unas palabras de santa Teresita. Dice: «Lo que agrada a Dios de mi pequeña alma es que ame mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia». Te propongo que hoy todos pidamos esa gracia, la de la misericordia.