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XIX Jueves durante el año

Se adelantó Pedro y le dijo: «Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?»

Jesús le respondió: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

Por eso, el Reino de los Cielos se parece a un rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores. Comenzada la tarea, le presentaron a uno que debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar la deuda. El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: “Señor, dame un plazo y te pagaré todo.” El rey se compadeció, lo dejó ir y, además, le perdonó la deuda.

Al salir, este servidor encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: “Págame lo que me debes.” El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: “Dame un plazo y te pagaré la deuda.” Pero él no quiso, sino que lo hizo poner en la cárcel hasta que pagara lo que debía.

Los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor. Este lo mandó llamar y le dijo: “¡Miserable! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de tí?” E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía.

Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos.»

Cuando Jesús terminó de decir estas palabras, dejó la Galilea y fue al territorio de Judea, más allá del Jordán.

Palabra del Señor

Comentario

El viento en contra, las olas, las dificultades son parte de la vida. Pero también es parte de la vida los milagros de cada día como, por ejemplo, “caminar sobre el agua”, como pudo hacerlo Pedro, por la gracia de Dios, por ese llamado de Jesús: “Ven”. Muchas veces andamos así por la vida, “protegidos”, por decirlo de alguna manera, de tanta inmundicia que nos rodea, porque somos agraciados, porque somos amados, porque dijimos que sí a la voluntad de Dios. Por eso, ese milagro que experimentó Pedro, aunque no lo creas, también lo vivimos nosotros cada día, a veces sin darnos cuenta. ¿De cuántas cosas nos libra y nos protege nuestro Señor sin que nosotros podamos percibirlo? Creo que muchísimas. Es mucha más la gracia recibida día a día que el mal que nos “ataca” y nos quiere hundir. Es mucho más lo que no se ve que lo que se ve, como un “iceberg”.

Por eso, para no hundirse, lo mejor es no pensar tanto en el mal que nos rodea, sino en todo el bien que tenemos por delante, todo el bien que podemos hacer con la gracia de Dios. Pedro así lo hizo. Lo hizo bastante bien, hasta que empezó a distraerse, hasta que empezó a quitar la mirada de Jesús, hasta que, por ahí, se la creyó. Porque, en realidad, también se largó solo a caminar. Se olvidó de sus hermanos que estaban en la barca.

De Algo del Evangelio de hoy surgen varias preguntas: ¿Setenta veces siete? ¿Siempre tengo que perdonar? ¿Cuántas veces tengo que perdonar a alguien que me ofende? ¿Cuál es la razón, nos podemos preguntar, el motivo por el cual tengo que perdonar de este modo tan incondicional? ¿Esto es realmente posible?

Circulan muchas frases populares, por decirlo así, en nuestra vida, en nuestras familias, en nuestras comunidades –las habrás escuchado alguna vez–, que contradicen bastante lo que nos enseña Jesús y no nos hacen bien, en definitiva.

“Esto solo lo puede perdonar Dios” decimos a veces o dicen algunos. O, también, “Solo se le pide perdón a Dios” escuché también, o “¡Esto es imperdonable!” ¡Y no!, la verdad que no es así. Si hay algo para lo cual fuimos elegidos nosotros los cristianos es precisamente para perdonar, para hacer lo imposible, para caminar por las aguas de este mundo que no quiere perdonar. Nosotros los cristianos somos servidores del perdón, de un perdón que recibimos gratuitamente y que tenemos que dar gratuitamente.

Nosotros los que creemos en Jesús, vos y yo, no solo tenemos que pedirle perdón a Dios tantas veces, sino también pedirle perdón a los demás y, algo que también es muy difícil, aprender a aceptar el perdón de los otros cuando se equivocan para con nosotros.

Además, nosotros los cristianos somos capaces –con la fuerza que viene de lo alto, de Dios– de perdonar aquello que para el mundo parece “imperdonable”.

Entonces, ¿por qué tenemos que perdonar? ¿Por qué? La respuesta es tan simple como difícil: tenemos que perdonar porque fuimos perdonados primero. Porque nosotros somos perdonados, aunque no nos demos cuenta.

Nosotros, muchas veces, podemos comportarnos como ese servidor de la parábola, bastante miserable, que se tira a los pies del Señor para implorar que le perdonen una deuda impagable, incalculable, millonaria; y después, ser incapaces de perdonar algo insignificante, una deuda de “almacén”, de barrio. Así de ridícula es la comparación: millones contra moneditas.

Pero ¿cuál es la razón? ¿Por qué este hombre es tan miserable y hace esto? ¿Cuál es la razón por la cual nosotros mismos terminamos muchas veces haciendo esto, incluso sin darnos cuenta, creyendo que tenemos razón? En el fondo, hay una sencilla y oculta razón: porque no nos sentimos o consideramos tan perdonados. No caemos en la cuenta de todo lo que Dios nos perdonó y nos seguirá perdonando cuando imploremos ese perdón. Estamos ciegos. Perdemos la memoria, estamos con anteojeras y no nos damos cuenta.

Sea como haya sido nuestra vida, la tuya y la mía, cómo la hayamos llevado, tenemos que darnos cuenta, tenemos que darnos cuenta de que fuimos perdonados y seremos perdonados siempre si sabemos tirarnos con humildad a los pies de Jesús y nos arrepentimos.

Siempre. Fuimos perdonados aun debiendo muchísimo. Ya sea que hayamos sido grandes pecadores en nuestra vida pasada o, incluso, ahora o que seamos buenos y hayamos sido buenos, somos perdonados igual. No pasa por la cantidad de pecados. En el primer caso, si fuimos grandes pecadores, o lo somos, se nos perdonó de todo lo que hicimos y se nos seguirá perdonando en la medida que sepamos pedir perdón. Y el otro caso, si pensás que no sos alguien al cual se le perdonó mucho porque no cometiste muchos pecados en tu vida, date cuenta de que si no caíste en grandes cosas es porque fuiste perdonado antes de tiempo, fuiste librado. Dios Padre te liberó el camino para que no caigas tanto, porque Jesús murió por eso también, para evitarnos las caídas, para librarnos de las caídas, para quitarnos obstáculos.

Por eso pensemos hoy seriamente si a veces no somos, un poco, así como este “miserable” de la parábola.  Pensemos seriamente si no estamos guardando el perdón que Dios nos dio y lo estamos “reteniendo” por egoístas. Y si no perdonamos, ¿cómo nos da la cara para pedirle perdón a Dios? Somos a veces, como se dice, bastante “caraduras” con nuestro Padre.

Pero no nos asustemos. Si nos sabemos perdonados, si nos sentimos perdonados, vamos a saber perdonar. Vamos a perdonar siempre, no siete, sino hasta setenta veces siete, siempre.

Un consejo, antes de preguntarle a Jesús cuántas veces hay que perdonar- como preguntó Pedro- preguntémonos: ¿Cuántas veces ya nos perdonó él? ¿Llevamos cuenta de eso?