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XIX Domingo durante el año

Después que se sació la multitud, Jesús obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que Él a la otra orilla, mientras Él despedía a la multitud. Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo.

La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. «Es un fantasma», dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar.

Pero Jesús les dijo: «Tranquilícense, soy Yo; no teman».

Entonces Pedro le respondió: «Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua».

«Ven,» le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a Él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: «Señor, sálvame». En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?»

En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en ella se postraron ante Él, diciendo: «Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios».

Palabra del Señor

Comentario

«Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?» ¿Por qué dudás? “Mujer de poca fe, ¿por qué dudaste?” ¿Por qué dudás? Si ya experimentaste, alguna vez, las maravillas que hace Dios en tu vida. ¿Por qué dudaste después de haber tenido tantas certezas a lo largo de tu vida, de su presencia, de su amor, de su sostén? ¿Por qué te pusiste a mirar las olas y no miraste a Jesús que era mucho más lindo y mucho mejor, mientras caminabas hacia Él? ¿Por qué te pusiste a ver la violencia del viento, de este mundo que golpea y golpea, que sacude todo, para todos lados? Hombre de poca fe, mujer de poca fe, ¿por qué dudás? ¿Por qué dudaste? ¿Por qué dudamos tanto después de haber sido capaces de hacer lo que antes nos parecía imposible? ¿Por qué desafiamos a Jesús pidiéndole imposibles y, cuando nos lo concede, nos distraemos con las preocupaciones de la vida y le tememos a cualquier cosa? ¿Por qué? ¿Por qué? Es una buena pregunta para hacernos este domingo, día del Señor. Me gusta hacérmela también a mí: ¿por qué dudo? ¿Por qué dudamos tanto y nos hundimos en las aguas de este mundo mientras estábamos caminando tan bien?

Es verdad que es más lindo imaginarse el momento en el que Jesús nos toma de la mano y nos sostiene. Pero si prestaste atención, Algo del Evangelio dice que mientras lo tomaba de la mano y lo sostenía, Jesús le dijo: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?» Tiene una enseñanza también ese gesto, porque se lo podría haber dicho después. No, se lo dijo mientras lo estaba levantando.

No sé si te pasará lo mismo que a mí, pero esta escena es tan, pero tan llena de signos, tan llena de cosas para desmenuzar, con tantos detalles, que da para hablar muchísimo. Dan ganas de desgranarlo como se desgrana lentamente un rosario, sin que importe el tiempo. Pero bueno, sabemos que no se puede. Por eso elijo quedarme con Algo del Evangelio, como siempre. Vos hacé el esfuerzo en este domingo y quedate con algo tuyo, algo que te pueda estar diciendo a vos ahora.

Elijo comparar el caminar de Pedro por las aguas con esas situaciones de la vida nuestra en donde Jesús nos dio una gracia grande, una gracia para hacer eso que en otro momento de la vida no hubiésemos imaginado, no hubiésemos ni pensado. Esas situaciones que, aunque por ahí, ya las olvidamos por la rutina, hicimos lo imposible humanamente hablando. Hicimos lo que solo Jesús nos puede ayudar a hacer, por su gracia. Fueron esos momentos en los que, como Pedro, de alguna manera, desafiamos la presencia de Dios. Le pedimos que nos muestre dónde estaba y él nos lo concedió. Se nos manifestó de algún modo. Nos escuchó. Nos concedió ese “caprichito”, que a veces nos sale del corazón. Pensemos algunos. Pensá en algo tuyo. Pero no pensemos en cosas fuera de lo normal o cosas milagrosas únicamente, sino en decisiones importantes que cambiaron tu vida o la de los demás para siempre.

Por ejemplo, una vocación sacerdotal, la vida matrimonial, esa decisión de estar para siempre con la persona que amás, una vocación religiosa, un gran apostolado, un buen proyecto. Son, de alguna manera, uno de esos momentos en los que caminamos por el agua confiados en el amor de Dios, haciendo lo que solo Jesús podía hacer. Caminamos por las aguas cuando, a pesar de las tormentas de la vida, a pesar de los sufrimientos, de los golpes, de los propios pecados, de las debilidades y adversidades, no nos hundimos por gracia de Dios.

Como sacerdote, y una vez se lo comentaba a una monjita que le pasaba lo mismo, uno encuentra muchas personas en la vida que parece que “caminan por las aguas movedizas de este mundo” sin hundirse. Es una maravilla. Los que menos uno piensa. Uno encuentra en medio de barrios totalmente marginados de la sociedad, incluso de la propia Iglesia, en donde todo es abandono y exclusión. Y ahí se encuentran “pequeños milagros”, personas pequeñas ante los ojos del mundo, jóvenes especialmente que están de alguna manera muy cuidados por Jesús, que no están contaminados por la “violencia de este mundo”. Jóvenes, mujeres y varones, personas mayores que, a pesar de todo, se mantienen con el corazón recto y puro deseando la santidad; que van y vienen en medio del barro, por ejemplo, para llegar a misa, para recibir la Eucaristía, para cantarle a Jesús, para ayudar a los demás. Literalmente “caminan sobre el agua”, porque caminan hacia Jesús. ¿Quién puede lograr eso si no es nuestro buen Jesús? Todos caminamos por las aguas a veces, de una manera u otra, cuando somos inmunes a tanta inmundicia de este mundo.

Pero… ¿qué nos pasa? Nos invade el miedo, como siempre, porque perdemos el eje, perdemos el centro, cambiamos la mirada y entonces dejamos de mirar al que nos sostenía. Pedro se hundió cuando se puso a ver la “violencia de las olas” y tuvo miedo. Es natural, el problema no es el miedo. Es parte del aprendizaje. El problema fue quitar la mirada. Pero podemos evitarlo poco a poco a lo largo de la vida si vamos aprendiendo. Podemos ir aprendiendo a no dejar de mirar lo que nos sostiene. Es bueno saber gritar fuerte, a tiempo, cuando nos hundimos, pero mejor sería no hundirse.

Por lo menos hoy, intentemos mirar fijo a Jesús si otra vez le perdimos la mirada. Sin mirar a los costados, como esos caballos que se usan para tirar carros y que llevan como unas “anteojeras” para que no se distraigan. Así tenemos que andar vos y yo en medio de la locura de este mundo que nos golpea por todos lados. Mirando solo para adelante, mirando solo a Jesús. No dejándonos atemorizar por lo que no vale la pena.