Por el camino, proclamen que el Reino de los Cielos está cerca. Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, expulsen a los demonios. Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente. No lleven encima oro ni plata, ni monedas, ni provisiones para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón; porque el que trabaja merece su sustento.
Cuando entren en una ciudad o en un pueblo, busquen a alguna persona respetable y permanezcan en su casa hasta el momento de partir. Al entrar en la casa, salúdenla invocando la paz sobre ella. Si esa casa lo merece, que la paz descienda sobre ella; pero si es indigna, que esa paz vuelva a ustedes.
Y si no los reciben ni quieren escuchar sus palabras, al irse de esa casa o de esa ciudad, sacudan hasta el polvo de sus pies. Les aseguro que, en el día del Juicio, Sodoma y Gomorra serán tratadas menos rigurosamente que esa ciudad.
Palabra del Señor
Comentario
Es lindo ser profetas, es lindo haber recibido la posibilidad de hablar en nombre de Dios, hablar por Él, prestarle nuestro corazón y nuestros labios para que, de alguna manera, «Él haga de las suyas»; es algo muy grande, te sorprenderá, pero es así. Seguramente habrás experimentado muchas veces que de tu boca salieron palabras que nunca imaginaste, palabras que produjeron cambios profundos en los otros, palabras que no eran en sí difíciles, pero que las dijiste en el momento oportuno, de la manera justa. Para ser profeta no es necesario ser teólogo, sacerdote o consagrado, sino que basta con ser dócil a la Palabra de Dios. Vos podés ser profeta, ¿sabías? No te olvides que lo somos por el bautismo que recibimos y que tantas veces olvidamos. Un niño puede ser un gran profeta, con su mera presencia. ¿Te acordás cuando Juan el Bautista reconoció a Jesús desde el vientre de su madre saltando de alegría? Bueno, antes de nacer ya era un profeta en el vientre. ¿Te acordás de los niños inocentes asesinados por Herodes? Bueno, fueron profetas sin haber hablado. Se es profeta con toda la vida, con la presencia, si dejamos que la gracia de Dios haga su obra en nosotros. Ahora, ¿por qué los profetas siempre fueron rechazados en la historia de la salvación o, por lo menos, cuando dijeron cosas incómodas? ¿Por qué Jesús fue rechazado en su propia familia, en su pueblo, en su lugar? ¿Por qué vos y yo no siempre somos profetas en nuestra tierra, en nuestra casa, en nuestra familia? Esto es algo que el Evangelio del domingo, que venimos reflexionando, nos lo dejaba bien en claro: «Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa». El desprecio al profeta tiene que ver con muchas cuestiones, pero fundamentalmente una de las razones es muy básica, es muy humana, pero que, al mismo tiempo, tiene que ver con algo que –podríamos llamar– es intrínseco a la fe, con algo que no se puede evitar, es parte de la fe.
Hay que ser muy humilde para aceptar que alguien de los nuestros, alguien que conocemos nos pueda decir algo que nos invite a cambiar, a reflexionar. Cuando las cosas que dice son lindas y agradables a los oídos, es fácil, por supuesto. Cuando lo que nos dice nos revela algo escondido, algo que debemos cambiar, la situación no es tan sencilla y, además, tendemos a no asumir esas palabras sabiendo que me las dice también a mí y que el que me las dice es débil como yo, como vos. La fe se basa justamente en esta verdad, en que por medio de la humanidad, de la debilidad, de la creación, de las palabras y actitudes de otro como yo, Dios me puede decir algo. ¡Qué misterio! Dios puede invitarme a confiar y a cambiar de vida, con todo lo que eso implica. Es fácil creerle a Dios cuando no hay nadie que me pueda decir algo distinto a lo que pienso o cuando solo me quedo con las cosas que me gustan de Él. Sin embargo, es muy difícil aceptar que Dios pueda decirme algo que me muestre mi error, mi debilidad, mi pecado y por eso muchas veces pasa a través de otros, que se transforman en profetas para mí. Es por eso que a veces rechazamos a los profetas de Dios, y nosotros somos también rechazados por otros.
En Algo del Evangelio de hoy Jesús nos dice algo muy lindo: «Den gratuitamente porque han recibido gratuitamente». Si recibiste gratuitamente el don de la fe, el don de creer en Él y creyendo podés mirar y vivir las cosas y la vida de otra manera, recibiste no solo el don de la fe, también sino a tu familia, tus bienes, tantas cosas en tu vida que te ayudaron a ser lo que sos. Y por eso tenemos que dar gratuitamente. Por eso el que se siente apóstol y agradecido; el que se siente apóstol, pero no por ser especial y distinto a los demás y como por algo que consiguió por sus propios medios; el que se siente apóstol es un hombre finalmente por eso agradecido, es un hombre generoso o una mujer generosa. Por eso para evangelizar, no es necesario llevar nada material, porque lo mejor se lleva dentro, lo mejor está en el corazón, y eso no necesita cargamento.
¡Qué triste cuando en la Iglesia opacamos la evangelización dando cosas o pensando que los medios para evangelizar son lo principal, pensando que por el regalo a veces abriremos los corazones y transformando la evangelización finalmente en una transacción!
La evangelización se da por generosidad, por derrame, no por obligación. No vamos a predicar y a llevar el Evangelio a los demás en nuestro trabajo, en nuestra familia, en la parroquia, en la comunidad, en el grupo, por una obligación moral, solo por un mandato de Jesús impuesto de afuera, sino porque nos reconocemos gratificados, nos reconocemos agraciados por Él. Somos profetas, nos damos cuenta de que Él nos mira y que somos amados por Él, por el Padre y eso hace que de golpe, por decirlo así, desborde nuestro corazón de alegría y tengamos ganas de decírselo a los demás, de decirle esto: «Mirá, yo recibí esto y como lo recibí, te lo quiero dar también. Tengo para darte a Jesús que es lo mejor que me dio la vida».
¡Qué lindo que es sentirse apóstol, profeta, agraciado, elegido!, porque «Él nos amó primero», y por eso tenemos ganas de mirar a los demás a los ojos y decirles: «Esto tengo para darte. No tengo oro ni plata, pero tengo a Jesús».
¡Que hoy sea un día en el que demos gratuitamente tantas cosas recibidas gratuitamente! Para un profeta, nada de lo que tiene es estrictamente suyo. Jesús nos envía sin nada, nos envía a la «casa», a los corazones de las personas, para que ahí podamos volcar todo lo nuestro, todo lo mejor que recibimos y tenemos.