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XIII Viernes durante el año

Jesús, al pasar, vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: «Sígueme.» El se levantó y lo siguió.

Mientras Jesús estaba comiendo en la casa, acudieron muchos publicanos y pecadores, y se sentaron a comer con él y sus discípulos. Al ver esto, los fariseos dijeron a los discípulos: « ¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?»

Jesús, que había oído, respondió: «No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.»

Palabra del Señor

Comentario

Jesús siempre nos da más, mucho más de lo que nosotros creemos que necesitamos. ¿Sabías? La mujer con hemorragias, esa que las padecía desde hacía doce años y nadie podía curar, se acercó a Jesús con la certeza de que iba a ser curada de su mal físico, pero jamás se imaginó que Jesús la iba a mirar, devolviéndole la dignidad y la paz del corazón. «Jesús le dijo: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda sanada de tu enfermedad”». ¡Qué maravilla! Nosotros a veces solo preocupados por lo exterior, por el cuerpo, y Jesús, que se preocupa y ocupa de todo, tomando todo el corazón y el espíritu. La fe nos salva, nos da paz e incluso puede curarnos de nuestras enfermedades físicas. ¿Quién puede darnos tanto?

Alguien que de hace unos pocos meses había vuelto a la fe, con todo lo que eso implica, me dijo una vez: «Padre, quiero volver a la vida de antes. Ahora sufro más porque mis heridas parece que empeoran, no me sano más, al contrario». Era entendible, eso nos pasa cuando Jesús nos encuentra de adultos, cuando la vida y nuestros pecados nos golpearon demasiado, tanto que incluso preferiríamos vivir anestesiados espiritual y psicológicamente como para no sentir más dolor con tantas heridas viejas. El maligno y nuestra vergüenza nos impulsan a ocultarlas; Jesús, a manifestarlas. Nos mira, nos ama, nos perdona siempre, porque solo así podrán ser curadas, solo así pueden transformarse en bendición para nosotros y para los otros. Solo Jesús puede transformar una enfermedad en un motivo y motor para amar mucho más que antes. Solo el que fue sanado, curado, puede ayudar a sanar y curar a otros.

Cuando nos acercamos a Jesús con fe, como la mujer enferma del Evangelio del domingo, nos llevamos mucho más de lo que imaginamos. Él no se deja ganar en generosidad, él siempre nos da y nos dará más de lo que imaginamos cuando nos entregamos a él, cuando confiamos. Lo físico es pasajero, de hecho, nos podremos volver a enfermar una y mil veces más; en cambio, el perdón, la paz, la salvación del corazón no pueden comprarse en ningún lado, no se pueden negociar con nadie.

De Algo del Evangelio de hoy, las palabras de Jesús nos corrigen de alguna manera. Hoy y siempre sus palabras nos dan un sacudón, muchas veces necesario. No te creas que cada tanto no necesitamos un buen sacudón. Jesús, simbólicamente, sacudía a los fariseos y a los escribas muchísimo, aunque no todos lo quisieron escuchar de corazón. También a nosotros nos puede pasar lo mismo. Él trataba de sacudir la soberbia que llevaban impregnada en el corazón, casi como una segunda naturaleza, pero no podía, incluso se enojaban más con él. En realidad, no sabemos qué pasó con todos estos hombres soberbios, no sabemos si finalmente se convirtieron –eso solo lo sabe el Padre–, pero lo que sabemos es que les encantaba pensar mal, les encantaba mirar mal, les encantaba entender todo mal, por decirlo de alguna manera. Y a Jesús le encantaba, le encanta –me gusta decirlo así– ponerlos en «offside», como se dice en el fútbol. Jesús los dejaba siempre fuera de juego, con gestos, con silencios, con retos, con miradas, con actitudes. Nunca le pudieron ganar, porque él siempre supo lo que pensaban y lo que querían hacer. Ellos pensaban que tenían todo bajo control y, en realidad, Jesús era dueño y Señor de sí mismo y de todas las situaciones. Se hacía el que «perdía», pero siempre ganaba. Pareció para los demás un fracasado, pero fue el único que ganó y nos ganó para el cielo, para la eternidad con su misericordia.

¿Mirá si hoy Jesús nos deja a vos y a mí en «offside»? ¿No nos vendría bien darnos cuenta que muchas veces andamos jugando adelantados y nos creemos los dueños de la pelota? No está mal, creo yo, quedar a veces «adelantados» cada tanto. Nos ayuda a no olvidar que somos creaturas y que el juego, por decirlo así, no es nuestro, sino que es de él y sus reglas debemos cumplir.
¿No te pasa que alguna vez te enojaste con los que son buenos con otros que parece que no se lo merecen? ¿No te enojaste alguna vez con tu padre o tu madre porque fue bueno o buena con otro de tus hermanos que vos considerabas que no lo merecía, que no lo necesitaba? ¿No te creíste alguna vez con derecho a juzgar qué es lo que tiene o debería hacer tu padre o tu madre o alguna autoridad para con los otros? ¿No te enojaste en tu trabajo porque tu jefe quiso ser generoso con otro que vos pensaste que no lo merecía? ¿No te pasó que alguna vez incluso juzgaste a Dios por esto o por lo otro, por lo que pasa, o por lo que consideramos que hace? ¿Por qué esto o por qué lo otro? ¿No nos pasa eso con Dios Padre, a vos y a mí también, eso de decirle lo que tiene que hacer casi como si fuéramos los jueces del mundo, incluso de él mismo?

Vayamos hoy, te propongo, a aprender la lección que nos deja hoy Jesús; es para todos, para vos, para mí, para los sacerdotes, para los laicos, para todos: «Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores». Casi que podríamos imaginar que al final de la vida Jesús nos preguntará cara a cara: ¿Aprendiste algo de lo que te dije? ¿Aprendiste lo que significa ser misericordioso como soy yo y no juzgar antes de tiempo? ¿Entendiste lo que te dije o seguís creyendo que tenés razón? Hoy vayamos juntos a aprender esta lección. Vayamos juntos a aprender lo que significa la misericordia. Estemos atentos, se aprende de muchas maneras, en cada momento. ¡Qué lindo que es ver y sentir que a Jesús se le acercan los enfermos, los más necesitados, y que solo él los recibe como se lo merecen! ¡Qué lindo sería que nos sintamos invitados a la mesa del Señor, donde son todos invitados, y que jamás nos creamos sanos del todo!