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VII Viernes de Pascua

Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos, después de comer, dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?»

El le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.»

Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos.»

Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?»

Él le respondió: «Sí, Señor, sabes que te quiero.»

Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas.»

Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?»

Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero.»

Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas.

Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras.» De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme.»

Palabra del Señor

Comentario

Jesús ascendió a los cielos para ser glorificado por el Padre y, desde ahí, seguir pastoreando su rebaño, pero no ya con su presencia física, sino desde su gloria, desde «el lugar» donde había venido y desde ese lugar donde «vendrá a juzgar a vivos y muertos» como dice el credo, la enseñanza de nuestra fe. Jesús nos dejó pastores según su corazón; sin embargo, el verdadero pastor de las almas es él, desde el cielo, desde la eternidad, desde todo lugar. La gloria de Jesús fue haber cumplido la voluntad de su Padre y hoy es ayudarnos a cumplirla a nosotros dándonos su amor y su fortaleza.

La escena de Algo del Evangelio de hoy es parte de un relato más extenso: Jesús a la orilla del lago esperando a los discípulos con el fuego prendido, la pesca milagrosa, los discípulos maravillados por semejante milagro y después este diálogo maravilloso con Simón.

Es emocionante poder imaginar lo que Jesús ya resucitado logra finalmente en el corazón de Pedro. Es lindo poder imaginar lo que Jesús quiere lograr en tu corazón y en el mío ahora, mientras escuchamos su palabra.

Nosotros, como Pedro, alguna vez negamos al Señor. ¿Cuántas veces? Mucho más de tres, no sé, eso lo sabe mejor cada uno, lo sabe bien Jesús, aunque no creo que las ande contando como hacemos nosotros con los demás. Con nuestros silencios y cobardías –mientras otros dan la vida–, con nuestras omisiones –mientras otros dan todo lo que pueden–, con nuestras promesas incumplidas –mientras otros se desviven por cumplirlas–, con nuestra soberbia hacia los demás –mientras otros disfrutan de ser humildes–, con nuestros pecados ocultos –mientras algunos nos consideran bastante buenos–, con nuestras incoherencias –mientras otros sufren y se exponen por ser coherentes–, con nuestra deshonestidad social –mientras otros son fieles aunque nadie los vea–, y con tantas cosas más, seguro que negamos al Señor. Pero esa no es la última palabra, la negación no es lo mejor que tenemos para darle a Dios; al contrario, nuestro sí puede ir derrotando lentamente a la infidelidad.

A nosotros también, como a Pedro, se nos puede sentar Jesús al lado una mañana, esta mañana, preparándonos un fueguito para calentarnos el corazón, preparándonos un mate para estar tranquilos, preparándonos el desayuno, lo que más nos guste y nos puede decir lo mismo: «¿Me amás, me amás? A pesar de todo lo que hiciste, ¿me amás? A pesar de haberme negado tantas veces y haber creído que podías solo, ¿me amás? Aunque ahora te morís de vergüenza de mirarme a la cara, a pesar de no sentirte digno, ¿me amás? Aunque incluso te desprecies a vos mismo por ser tan incoherente, ¿me amás?».

Es una maravilla escuchar que Jesús no reclama el amor como lo hacemos nosotros. Jesús reclama amando y enseñando a amar, no remarcando el error para herir a Pedro, para mostrarle todo lo malo que fue. Nosotros a veces reclamamos «refregando», o sea, mostrando lo que el otro no hizo y lo que nosotros hubiésemos hecho. Sin embargo, Jesús reclama amor, amando. Las palabras de Jesús hacia Pedro son, en realidad, una delicadeza de su corazón para quien será el primer pastor de toda la Iglesia, lo que hoy nosotros llamamos «el papa». Jesús no le reclama su falta de amor anterior, sino que lo conduce a sincerarse consigo mismo y que se dé cuenta que su amor era muy chiquito para confiar demasiado en sí mismo. Él lleva a Pedro a confesar lo mejor que podía confesar: «Tú lo sabes todo, sabes que te quiero».

Lo único que quiere Jesús de nosotros es que seamos sinceros y reconozcamos nuestra debilidad, que podamos amarlo; lo demás, lo que nos falte, lo hará él mismo. A Pedro no le pidió nada más para hacerlo pastor, ¿qué pensás que nos puede pedir a nosotros? No nos pide reconocimientos, títulos, mucho estudio, que nos aplaudan, que nos sigan, que nos quieran, que nos salga todo perfecto, que nunca nos equivoquemos. Nada de eso. Él nos pide que lo amemos, pero reconociendo que solo podemos amarlo como él quiere, si justamente él nos da ese amor que nosotros mismos no podemos alcanzar.

Volvamos a escuchar lo que Jesús le dijo a Pedro: «¿Me amás, me amás? ¿Me querés? A pesar de todo lo que hiciste, ¿me amás? A pesar de haberme negado tantas veces y haberte creído que podías solo, ¿me amás?». ¿Y si le respondemos todos juntos? «Señor, tú lo sabes todo, sabes que te quiero». Hacelo conmigo, despacio, una vez más, saboreando cada palabra, lo que estás diciendo ahora: «Señor, tú lo sabes todo, sabes que te quiero».