«Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.
Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto.
Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre.
No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá.
Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros.»
Palabra del Señor
Comentario
¿Es posible amar como Dios ama?, nos podríamos preguntar: «¿Es posible amar como nos ama Jesús? ¿Es posible amar así?». Estas fueron algunas de las preguntas que me animé a hacer una vez en un sermón. Era poca la gente que había, me acuerdo. Era un día lluvioso, y además habíamos peregrinado, me acuerdo, a la Basílica de Luján, Patrona de la Argentina, por lo cual muchos no habían podido ir. Sin embargo, estaba mi amigo Johnny, ¿te acordas?, él estaba atento, como siempre. Nadie respondía, todos me miraban y nadie se animaba a hablar, no sé bien por qué, puede ser que todos esperaban la respuesta de Johnny, no lo sé; pero se hizo un silencio y nuestro amigo levantó la cabeza y dijo: «¡Sí!», lo dijo con mucha convicción, sin gritar, pero firme; y siguió diciendo algo así: «Claro que se puede, si yo a mi vecino –que no lo conozco– lo saludo diciéndole “papu”, como le digo a ellos», y mientras hablaba, hizo un gesto con su cabeza señalando a sus compañeros de catequesis. Con este gesto, Johnny estaba queriendo decir que a su vecino lo trataba igual que a sus amigos. ¿Hace falta explicar algo más?
Un niño puede amar como Jesús ama, un niño que no tiene maldad en su corazón, que está lleno de inocencia, puede tratar a los demás como los trataría Jesús. ¿Pero nosotros, los más grandes, los adultos, qué nos pasa? ¿Nosotros podemos? Vos y yo, que ya no somos tan inocentes, que ya vivimos tantas cosas, que ya cometimos tantos errores, que a nuestro corazón le gusta a veces endurecerse, poner barreras, que a veces nos embroncamos, porque nos hicieron tanto mal gratuitamente; ¿nosotros podemos amar así?
Una primera respuesta superficial puede llevarnos a responder que no, que nos costaría muchísimo, que nosotros ya no podemos porque alguna vez lo hicimos y nos traicionaron, por lo que somos, por nuestras debilidades, porque ya arruinamos todo, que Jesús pide imposibles o que eso es para algunos santos por ahí muy heroicos, que nosotros, vos y yo, ya no podemos ser santos. Pero te invito a pensar todo esto desde otro lado, con una anécdota de la vida de santa Teresa de Calcuta. Cuentan que una vez un periodista norteamericano, maravillado al contemplar como la Madre Teresa abrazaba y besaba cuerpos llagados y labios putrefactos, le dijo a la pequeña monja: «¡Yo no haría esto ni por un millón de dólares!». La Madre Teresa musitó en vos baja, humilde pero audible: «Yo tampoco, yo tampoco». Es entendible, la Madre Teresa lo hacía por caridad. Es entendible lo del periodista, nadie puede hacer eso por iniciativa personal, nadie ama por dinero, y si lo hiciera, en realidad, no sería amor, sería un negocio. El amor no se compra ni se vende, se da y se recibe como regalo. Se recibe de lo alto, viene de Dios Padre, porque «Dios es amor». Eso es caridad.
Esta es la mejor noticia de Algo del Evangelio de hoy y de las lecturas de este domingo. ¿Cuál? Que Dios no hace acepción de personas, que este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios primero, sino que él nos amó primero, que «no son ustedes los que me eligieron a mí –como dice Jesús–, sino yo el que los elegí a ustedes». Dios nos manifestó su amor, su caridad en Jesús, y Jesús nos amó de la misma manera que el Padre lo ama a él. «Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes», dice la Palabra.
Te propongo imaginar las palabras que siguen como un diálogo entre Jesús y nosotros, entre Jesús y vos. Empecemos nosotros: «No puedo, Jesús, en serio que no puedo amar así. Siento que pedís demasiado, parece como que no te das cuenta de que soy de carne y hueso, que soy débil, frágil, pecador. ¿Cómo es posible que pueda amar como vos? ¿Cómo es posible amar al modo de Dios?». Y Jesús nos podría responder algo así: «No podés amar así porque seguís sin entender; no podés amar así porque pensás que vas a poder hacerlo por tus propias fuerzas, seguís pensando que esto es cosa tuya». ¿Y si te lo digo de otra manera? «Amá porque yo te amo, no porque te lo pido solamente.
Si querés amar sólo porque te lo pido, seguirás intentando amar como cosa tuya, y esto no es cosa tuya, es mía; es caridad, es amor que procede del Padre, que llega a mi corazón y llega al tuyo».
El amor de Jesús no es cosa nuestra, es cosa de él; en realidad, no es otra cosa que él mismo que se nos da. «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado». En cada sacramento, especialmente en cada Eucaristía, Jesús se nos da por amor y para que podamos amar. Nos da el amor que después nos pide que demos, para que los demás vean que es posible amar de una manera distinta, y en ese amor ver a Dios. ¿No es distinto pensarlo así? Esto quiere decir que en verdad Jesús nos pide algo que, en realidad, nos lo está dando antes. Él pide que amemos porque su amor está en nosotros. Solo podemos amar como él, porque él nos amó, nos ama y nos amará siempre. «Señor, dame lo que me pides y pídeme lo que quieras», decía San Agustín. Los santos pudieron, eran de carne y hueso, ¿por qué vos y yo no?
Que tengamos un buen domingo y que la bendición de Dios, que es Padre misericordioso, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre nuestros corazones y permanezca para siempre.