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V Viernes durante el año

Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis.

Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: «Efatá», que significa: «Ábrete.» Y enseguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente.

Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban y, en el colmo de la admiración, decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»

Palabra del Señor

Comentario

Generalmente, cuando estamos mal, nos encerramos, nos encerramos en nuestra casa, en nuestra habitación, hasta podemos cerrar las ventanas y las cortinas porque no queremos ver a nadie ni queremos que nos vean. Es una actitud muy humana que representa la cerrazón del corazón, el miedo a sufrir, incluso hasta los animales cuando tienen miedo, se «meten» en sus cuevas. Eso hacíamos de niños, seguramente todos. En el fondo, el problema es que tenemos miedo, diferentes miedos que no nos dejan enfrentar la realidad. Pero también es una actitud que, de adultos, seguimos repitiendo de una forma u otra. A veces, si podemos, lo volvemos a hacer, nos queremos escapar. Pero lo que nos pasa es que ya no podemos, porque tenemos nuestras obligaciones, nuestras responsabilidades y no nos «da la cara» para repetirlo; la vida diaria nos lo impide. Por eso, al no poder encerrarnos en nuestra habitación como cuando éramos niños, nos encerramos de otras formas. Pero, en definitiva, hacemos lo peor que podemos hacer, cerramos el corazón, aunque por fuera todos piensen que la vida va «viento en popa».

Estas son algunas de las enfermedades que nos invaden el alma: la falta de amor que paraliza, el miedo que nos detiene, el egoísmo que no nos deja ver, la bronca que nos mantiene aislados, el rencor que no nos permite oír a los demás y a Dios, la culpa que no nos deja levantarnos y nos victimiza, la falta de perdón que nos mantiene ensimismados. ¿Qué hacer con todo esto? Bueno, parece sencillo, pero es de toda la vida. El verdadero médico de la vida, del corazón, es Jesús. La receta es «salir» para dejarse ayudar o ayudar a los demás saliendo. Ahora bien: Jesús se sirve de miles de situaciones y personas para curarnos. De ahí que en evangelio del domingo se veía claramente que nadie se sanaba solo: «Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados». Y también decía: «Jesús salió de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés». Siempre hay alguien que me ayuda a acercarme a Jesús o que con su presencia trae la sanación a nuestras vidas. Nadie se sana solo, nadie se sana encerrado. Al contrario, cuanto más encerrados permanecemos, más tardaremos en sanar. Si andás encerrado, andas mal, por favor, «salí», llamá a alguien, pedí ayuda. No te ahogues en tu soberbia, en tu omnipotencia, en tu autosuficiencia. Solo el amor puede sanarnos.

Mientras tanto, mientras a veces andamos encerrados por la vida, podemos no darnos cuenta de tantas cosas lindas. Podemos no darnos cuenta de todo lo que podemos dar. Mientras tanto, mientras otros dan la vida cada día, nosotros podemos andar medios «sordomudos», necesitando que Jesús nos saque de esa situación, como en Algo del Evangelio de hoy. No hablamos bien cuando no escuchamos bien. Es ley del cuerpo y del alma. Los sordos de nacimiento son mudos también –por no haber podido escuchar nunca las palabras–, no saben hablar, no saben emitir los sonidos que para nosotros son normales. Pero ellos son buenos, porque les toco nacer así y, finalmente, se hacen entender de alguna manera. Pero los peores somos nosotros, los que estamos un poco mudos, aunque podemos hablar y no hablamos bien, pero porque, en el fondo, no sabemos escuchar con el corazón; somos «sorditos del corazón».

La sordera del corazón, que se manifiesta exteriormente, es uno de los peores males. Es la que produce todas las peleas, divisiones, rencillas, complicaciones, rencores, malos entendidos, calumnias, difamaciones y tantas cosas más en nuestras vidas, porque en realidad no sabemos escuchar, podemos estar medios sordos u oímos lo que queremos oír. Nos perdemos de oír las cosas lindas y a veces nos habituamos a oír cosas malas, por eso de nuestro corazón pueden salir cosas malas y de nuestros labios palabras que no irradien alegría.

Nos perdemos de escuchar todos los días con detenimiento las cosas lindas que nuestro Padre del cielo nos quiere decir por andar escuchando tantas sonseras, tonteras, tantas malas noticias, tantas noticias sin sentido, frívolas. Y así nos pasamos los días usando nuestros oídos en cosas que no tienen mucho sentido. Nos perdemos de decir cosas lindas a los que lo necesitan por andar soltando nuestra lengua en palabras vacías, que molestan, que se quejan, que critican y pretenden resolver el mundo por un ratito de charla. El mundo no se mejora con palabras y quejas; el mundo se mejora trabajando con amor. La familia se mejora escuchándola, no se mejora mostrándole todo lo malo. La Iglesia no se mejora, como hacen algunos, incluso consagrados, con «incontinencia verbal», mostrando todo lo malo o con la «crítica farisaica», sino con amor incondicional y entrega.

Qué lindo terminar este audio en este día y contemplar que Jesús mire al cielo y suspire y diga sobre nosotros: «Efatá, ábrete». Que se abran tus oídos y los míos para que podamos escuchar todo lo lindo que Él tiene para decirnos, todo lo lindo que Jesús dice de nosotros, todo lo lindo que a veces nos andamos perdiendo por no escuchar. Que se abran nuestros oídos para que «se nos suelte la lengua y comencemos a hablar normalmente», como deben hablar los hijos de Dios, como hablan aquellos que se dieron cuenta que no sirven para estar encerrados, sino para salir y amar a los demás.