Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles.
Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?»
Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo.
Como insistían, se enderezó y les dijo: «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra.»
E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo.
Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos.
Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?»
Ella le respondió: «Nadie, Señor.»
«Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante.»
Palabra del Señor
Comentario
Es bueno empezar un lunes más de la mano de la Palabra de Dios, queriendo morir para vivir, queriendo ser semilla, como decía Jesús en el evangelio de ayer, del domingo. Semilla que tiene que caer en la tierra, vivir en este mundo con todo lo que eso implica y significa, mezclarse con la tierra, con el humus, con la debilidad que nos rodea, la propia y la ajena; la debilidad de un mundo que todavía no termina de convertirse y de creer en aquel que nos amó hasta el fin, en aquel que tuvo que ser levantado en alto, tuvo que mostrarse sufriente para que nos demos cuenta que él nos ama, que él también sufre por amor, por cada uno de nosotros, por vos y por mí.
Por eso, hay que levantarse, hay que entremezclarse con las cosas de cada día, con lo que nos toca hacer. Hoy seguramente algunos trabajan, otros por ahí descansan, otros tienen que hacer sus tareas cotidianas, otros un servicio, un apostolado, algo para el bien de los demás. Hay que mezclarse con este mundo, es la única manera de poder dar frutos. No podemos pensar que el cristiano va a dar frutos apartado de las cosas terrenales. Es verdad que no hay que dejarse embarrar por el pecado y por la mundanidad que a veces nos invade, pero sí hay que mezclarse sabiendo que solo desde adentro, solo desde las raíces podemos transformar la realidad. Es utópico pensar que las realidades y las estructuras de este mundo se van a cambiar con discursos, desde arriba y no viviendo lo que vive el común de la gente, el común de los mortales. Tanto los sacerdotes como los laicos, los consagrados…Todos debemos mezclarnos con este mundo, porque somos de este mundo, pero al mismo tiempo no somos de este mundo. Jesús danos la gracia de hoy, de también querer morir como vos, morir conscientemente, renunciando a aquellas cosas que nos alejan de vos y renunciando a aquellas cosas que –incluso legítimas– no nos permiten dar el fruto que vos deseas, no nos permiten acercarnos a las realidades de las personas que necesitan de tu presencia.
¿Sabés cuáles son esas cosas que nos van quitando vida interior? ¿Sabés cuáles son las razones por las cuales a veces andamos como muertos pero vivos, haciéndole creer a los otros que estamos vivos, pero, en realidad, no podemos ni caminar? El ser de algún modo acusadores de los demás, el andar buscando «la quinta pata al gato», el andar señalando a los demás y no darnos cuenta que nosotros primero somos los que tenemos que cambiar; que somos cristianos, tenemos fe, pero tenemos mucho que cambiar y mucho por convertirnos. Ese es uno de los grandes males de este mundo y de nuestro corazón, el andar acusando a los otros con o sin razón, como dice Algo del Evangelio de hoy, como muestra Algo del Evangelio de hoy.
Acá el tema no es «tener más o menos razón», sino el ponerse como acusadores, el condenar de alguna manera, el ser lapidarios, el andar con piedras en la mano. Mientras, Jesús escribe en el piso y espera quedarse solo con la pecadora, para llamarla de otro modo, para llamarla «mujer». Sí, prestemos atención. De una manera u otra, muchas de las conversaciones que escuchamos a lo largo del día, en el tren, en el ómnibus, en nuestros trabajos, en nuestros ambientes, incluso en nuestras familias, incluso en la Iglesia, son más o menos camufladas acusaciones, a veces de unos hacia otros. Muchas personas andan así por la vida, con piedras en la mano, acorralando a los «débiles», a personas que sufren el pecado, que sufren la debilidad; olvidándose que, en realidad, si fuese por los pecados, todos mereceríamos ser apedreados. Hay gente que vive con piedras en la mano –pero, en el fondo, son piedras del corazón–, «agazapados» para tirarlas a cuanta persona ande por ahí, personas que no le «caen bien», a personas que se le crucen por el camino. ¡Qué triste es andar y vivir así! ¡Qué triste es ver cristianos, incluso muy religiosos, pero con bolsillos cargados de piedras para tirarles a las personas que no son tan buenos como ellos creen ser! Es terrible, pero las hay.
Ese es en realidad el peor de los pecados, que muchas veces algunos no pueden ver. Espero que ninguno de nosotros, los que escuchamos la Palabra de Dios día a día, caiga un día en estos pecados; y si lo somos, tiremos las piedras que llevamos en las manos. Tirémoslas al piso y vayámonos «silbando bajito», como se dice, a pedirle perdón a Jesús y a aquel a quien hemos querido apedrear. Mientras tanto, en la escena de hoy, Jesús se queda hasta el final.
Algo del Evangelio de hoy nos muestra cuál es la actitud de Jesús para con nuestros pecados, con nosotros, los pecadores. ¿Cuál es? La de la no condena. «Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante», le dijo. Si alguna vez te quisieron «apedrear» por pecador, o incluso ahora te están amenazando con piedras en la mano, con palabras, con acusaciones por el error que cometiste, no desesperes. Jesús está con vos en este momento y es el único que te defiende y no te condena. Es tu abogado que te perdona, que olvida y mira para adelante. No condena el pasado y apuesta al futuro. No revuelve lo que hiciste y confía en lo que viene. No te refriega tus errores y cree que podrás salir adelante. ¡Qué linda imagen, pero qué linda realidad! Jesús se queda hasta el final, cuando todos se fueron, porque se avergonzaron de haber sido tan desvergonzados. Jesús trata el pecado cara a cara, corazón a corazón, sin piedras, sin palos, sin insultos, sin señalar, simplemente con amor. Solo con amor, porque ese es el único remedio propio y ajeno. Es el único remedio que nos hace revivir y nos hace volver a levantarnos, la no condena para no pecar más.
¡Cuánto para aprender y agradecer! Tiremos las piedras que tenemos en las manos. Vaciemos los bolsillos si las tenemos guardadas. No seamos acusadores. Levantemos la mirada si estamos tirados. Miremos a Jesús que nos está mirando, no para condenarnos, sino para perdonarnos y ayudarnos a dejar lo que nos hace mal, el pecado.