Jesús partió de allí y fue a la región de Tiro. Entró en una casa y no quiso que nadie lo supiera, pero no pudo permanecer oculto.
En seguida una mujer cuya hija estaba poseída por un espíritu impuro, oyó hablar de él y fue a postrarse a sus pies. Esta mujer, que era pagana y de origen sirofenicio, le pidió que expulsara de su hija al demonio.
El le respondió: «Deja que antes se sacien los hijos; no está bien tomar el pan de los hijos para tirárselo a los cachorros.»
Pero ella le respondió: «Es verdad, Señor, pero los cachorros, debajo de la mesa, comen las migajas que dejan caer los hijos.»
Entonces Él le dijo: «A causa de lo que has dicho, puedes irte: el demonio ha salido de tu hija.» Ella regresó a su casa y encontró a la niña acostada en la cama y liberada del demonio.
Palabra del Señor
Comentario
Cuando alguien es sanado por Jesús, inmediatamente, y sin una obligación externa, surge la gratitud, y la gratitud siempre se traduce en un servicio concreto. Así lo expresaba el evangelio del domingo, decía: «Él se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos». El servicio, el descubrir esa vocación que todos llevamos dentro, ese llamado interior a hacer algo por los demás, en definitiva, a amar, es genuino y duradero cuando está anclado en el reconocimiento de que los primeros sanados, agraciados, somos nosotros. Si no es así, el servicio no es una forma de vida, sino simplemente una actividad más dentro de todas las cosas que hacemos en el día.
Muchísimas personas «sirven» en la Iglesia o sirvieron, pero no todas lo hacen habiéndose reconocido sanadas, como le pasó a la suegra de Pedro. Ese es el verdadero «salir» al que nos invita e impulsa la Palabra de Dios, y eso se demuestra a lo largo de toda la vida, no en un «fin de semana». La caridad, un apostolado, una actividad concreta por los demás es el alma de la Iglesia y lo que la mantiene viva y despierta, porque si todos los cristianos hiciéramos únicamente lo «obligatorio», lo estrictamente necesario, esta linda familia no crecería, no se extendería, porque en el fondo no estaría amando.
Vos y yo fuimos sanados, ¿sabías?, de una manera u otra, y si no vivimos dando un servicio desinteresado a los otros, es porque no servimos para vivir o no estamos viviendo plenamente la vida. El que todavía no «sale» de sí mismo para servir a los demás es porque todavía no percibió la sanación de Jesús en su corazón.
Solo una madre puede saber lo que se siente cuando un hijo o una hija sufre. Los varones no podemos experimentarlo de la misma manera, por más que intentemos y digamos «te entiendo». Somos distintos, somos de otro modo.
En Algo del Evangelio de hoy aparece, como tantas veces en la Palabra de Dios, la figura de una mujer sufriente y la fuerza de su amor, de su fe, de su esperanza, que muchas veces supera lo imaginado. Los varones deberíamos admirar muchísimo a las mujeres en esto. Es algo que a nosotros la naturaleza no nos dio, solo podemos maravillarnos e intentar pedirlo de alguna manera. No podemos vivir la fe sin esta dimensión femenina y por eso el amor a la Santísima Virgen es tan esencial para nosotros, para todos.
Quería contarte algo. De hace un tiempo, tuve la dicha de que me llamen a rezar un responso de un joven de treinta años que decidió lamentablemente terminar con su vida ahorcándose. Algo terrible, que no necesita muchas palabras. Dije dicha porque estar en ese momento es un regalo de Dios para un sacerdote. Así trato de percibirlo siempre. No conocía a la familia directamente, solo a uno parientes, pero sentí la fuerza para poder estar y quedarme como pocas veces lo había sentido en mi vida. No miré el reloj, no importaba lo que tenía que hacer después. No importaba el tiempo. Después de hacer las oraciones que debemos hacer los sacerdotes, con un recipiente de agua bendita en las manos, dije las palabras de bendición sobre el difunto e invité al padre, que estaba al lado del cajón, a hacer lo mismo, a rociar el cuerpo de su hijo con el agua y una flor que llegué a cortar del ramo que tenía cerca.
El joven tenía tres hermanas, que también estaban de pie, al lado, destrozadas. La madre estaba abatida, sentada, casi sin querer levantar la cabeza, sin querer participar. El primer y gran gesto que me emocionó fue que una de las hermanas reemplazó esa flor que yo había cortado así nomás por una rosa muy linda que tenía en sus manos. Todo un signo. Después de eso, las tres repitieron el gesto y, de repente, se hizo un silencio desgarrador, atronador. Quedaba la madre. Yo no quería forzarla, pero sentía que era necesario, que ella podía hacerlo. Miré a las hermanas y las animé para que se lo ofrecieran. En ese momento empezó una especie de «procesión de amor», llena de amor.
Las hijas se acercaron a la madre, la sostuvieron de sus brazos y la ayudaron a levantarse. Todos mirábamos fijos, pero en medio de un silencio sagrado. La madre se acercó e hizo «el rito de despedida» y, después, se quedó parada al lado de su hijo, llena de amor, poniendo sus manos sobre las de él como no queriéndose ir más. Hice lo mismo, puse mis manos sobre las suyas y la de su hijo. Yo no podía decirle nada. A partir de ese momento, se generó un diálogo lleno de fe mientras todos los presentes lograban escuchar algo. Y no podría contarlo todo porque fue tan profundo y largo que sería imposible.
Pero las palabras de Jesús de hoy me trajeron a la memoria ese momento. Pienso que Jesús le habría dicho lo mismo a esta madre llena de fe y amor: «A causa de lo que has dicho, puedes irte». Esa mujer me había enseñado todo, al lado de su hijo que acababa de morir, en muy poco tiempo. En un momento me salió decirle a los cinco: «Solo les pido un favor: “Por favor, no se enojen con Dios”». Entre tantas cosas lindas, una de las respuestas fue: «Padre, tengo más fe que nunca». Solo una madre puede responder eso. Solo Jesús podía consolarla. Me gustaría algún día volverme a encontrar con esa madre, para poder decirle lo que creo que le diría Jesús: «A causa de lo que has dicho, puedes irte».