Entre los que habían subido para adorar durante la fiesta, había unos griegos que se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le dijeron: «Señor, queremos ver a Jesús.» Felipe fue a decírselo a Andrés, y ambos se lo dijeron a Jesús. Él les respondió:
«Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Les aseguro que, si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna. El que quiera servirme que me siga, y donde Yo esté, estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre. Mi alma ahora está turbada. ¿Y qué diré: “Padre, líbrame de esta hora”? ¡Si para eso he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu Nombre!» Entonces se oyó una voz del cielo: «Ya lo he glorificado y lo volveré a glorificar.» La multitud que estaba presente y oyó estas palabras, pensaba que era un trueno. Otros decían: «Le ha hablado un ángel.» Jesús respondió: «Esta voz no se oyó por mí, sino por ustedes. Ahora ha llegado el juicio de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado afuera; y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí.»
Palabra del Señor
Comentario
Los domingos son siempre especiales. Son días para, de alguna manera, aprender a «morir» un poco más a lo que cada día pretendemos ser, para abandonar algo de lo que hacemos todos los días y poder dedicar más tiempo a los que más amamos, a Dios, a nuestros seres queridos. Suena duro decir que en esta vida nos vamos muriendo de a poco, que cada día que pasa es un día menos en la tierra y posiblemente un día más cercano a Jesús. Suena duro, pero es la verdad, no hay que tener miedo. En este sentido, el domingo es de alguna manera un anticipo del domingo eterno sin ocaso que algún día deseamos vivir. Para el que tiene fe, este día es un día esperado, un día deseado y que, además, no queremos que termine. El domingo, de alguna manera, creo que nos ayuda a ir pregustando algo de lo que será el cielo. Nacimos en definitiva para eso, pero lamentablemente el pecado penetró en este mundo y en nuestro corazón y todo se hace más difícil de lo que Dios pretendía que sea.
Hay muchísimas personas que no pueden vivir un domingo en paz, un domingo –como se dice– «como Dios quiere». Son millones las personas que ahora están intentando sobrevivir, que luchan por una vida más digna, por una vida con domingos un poco más disfrutables. Son muchísimas las personas que se acercan a la Iglesia para encontrar un poco de paz, algo que no encuentran en sus hogares, por diferentes razones. Los que tenemos familias unidas, no deberíamos dejar de agradecer semejante don, porque no todos la tienen, y los que no la tienen, no se olviden de que la Iglesia es y puede ser a veces esa familia que nos falta, por una razón o por la otra. Es lindo pensar que Dios nunca nos deja solos y que, en realidad, en la mayoría de los casos, está solo el que quiere estarlo. Para este mundo somos, en definitiva, un número más, pero para Dios somos hijos, únicos e irrepetibles. Somos un número para el Estado, somos un número para la obra social, somos un número de socio para un club, tristemente para muchos somos un número. Para dejar de ser un número, debemos cada día aprender a ser como «el grano de trigo» que cae en la tierra para morir, para no quedarse solo, para dar fruto, para amar.
Algo del Evangelio de hoy nos lleva para ese lado, nos ayuda a compararnos con las semillas. Las semillas nacen para transformarse (ese es su fin), para dar algo nuevo. Todo en la naturaleza experimenta esta dinámica; la de nacer, crecer y morir para dar algo nuevo. Como se dice por ahí: «Nada se pierde, todo se transforma». Lo que para nosotros es muerte, es destrucción, en realidad muchas veces es transformación, es camino hacía algo distinto, hacía algo nuevo que nacerá y que será mucho mejor a lo anterior. Esa mirada es la que deberíamos tener con nuestra propia vida, con lo cotidiano y con la fe. Es el desafío diario de ver las cosas, nuestras cosas, desde una perspectiva más amplia, no solo desde nuestra pobre mirada, a veces un poco miope. ¿Cuántas veces pensaste que estaba todo perdido y, sin embargo, todo empezó de nuevo y mejor? ¿Cuántas veces miraste y pensaste que la muerte tenía la última palabra y, sin embargo, apareció un nuevo horizonte en tu vida? ¿Cuántas veces la tristeza te invadió desanimándote hasta las lágrimas y después apareció un gozo inesperado que dio un nuevo sentido a todo? La vida es así. Tu vida y la mía es así.
Justamente hoy Jesús se autocompara, podríamos decir, con una semilla de trigo: «Les aseguro que, si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto». Escuchemos a Jesús que nos dice: «Les aseguro de que, si no me entrego, si no muero generosamente por amor a ustedes, al hombre, mi vida no tiene sentido. Para eso vine al mundo, para entregarme y que esa entrega sea fecunda y todo eso por amor a mi Padre y a ustedes, a vos. Jesús es la semilla que vino a morir para dar fruto y lo hizo por medio del sufrimiento.
Tuvo que pasar por el sufrimiento para poder amar, como dice la segunda lectura: «Y, aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer». Toda transformación produce dolor para dar amor. Jesús es la semilla que vino a ayudarnos a ser semillas también a nosotros. Nosotros también somos de algún modo pequeñas semillas en esta tierra. Nuestro corazón vive al modo de una semilla. Si no muere a sí mismo, queda solo. Si aprende a morir obedeciendo a la Palabra de Dios, dará mucho fruto. Hay que morir para vivir, esa es la «receta» de la vida.
Ya cercanos a la Semana Santa, en el evangelio de hoy se nos anticipa el misterio del acto de amor más grande de la historia, que transformó la historia, tu historia y la mía. Sigamos el camino de Jesús, la semilla que aprendió que lo mejor es dejarse transformar. No le impidamos al Padre que nos ayude a ir despegándonos de lo que nos aferra, de lo que nos ata, para poder ir ganando lentamente y poco a poco la Vida eterna.