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Solemnidad del Nacimiento de Juan Bautista

Cuando llegó el tiempo en que Isabel debía ser madre, dio a luz un hijo. Al enterarse sus vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la había tratado, se alegraban con ella.

A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre dijo: «No, debe llamarse Juan.»

Ellos le decían: «No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre.»

Entonces preguntaron por señas al padre qué nombre quería que le pusieran. Este pidió una pizarra y escribió: «Su nombre es Juan.»

Todos quedaron admirados. Y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios.

Este acontecimiento produjo una gran impresión entre la gente de los alrededores, y se lo comentaba en toda la región montañosa de Judea. Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo en su corazón y se decían: «¿Qué llegará a ser este niño?» Porque la mano del Señor estaba con él.

El niño iba creciendo y se fortalecía en su espíritu; y vivió en lugares desiertos hasta el día en que se manifestó a Israel.

Palabra del Señor

Comentario

“El Señor me llamó desde el seno materno, desde el vientre de mi madre pronunció mi nombre” dice la primera lectura del profeta Isaías de la misa de hoy. Algo así también podemos repetir nosotros, intentando experimentar lo mismo, sentirnos amados y llamados desde el vientre de nuestras madres. El salmo también dice algo muy lindo: “Tú creaste mis entrañas, me plasmaste en el seno de mi madre. Te doy gracias, porque fui formado de manera tan admirable. ¡Qué maravillosas son tus obras!” Qué lindo empezar este día pensando que cada uno de nosotros fue pensado por un Dios que es Padre. Alegrarse con saber que cada vida es sagrada desde el vientre de nuestras madres porque fuimos creados y formados de manera admirable. Porque somos amados y llamados a una misión especial, a ser de alguna manera profetas y precursores de Jesús para los otros.
Hoy la Iglesia celebra el llamado a la vida de Juan el Bautista, su nacimiento. ¿Por qué?, te podrías preguntar. Porque según Jesús, san Juan Bautista fue el hombre más grande nacido de mujer. Así salió de su propia boca.

Su nacimiento fue anunciado, como el de Jesús. Llamado a “prepararle” el camino, a predicar y a allanar los senderos para la llegada del Salvador.

Es al mismo tiempo el último de los profetas y es, de alguna manera, la “bisagra” entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, el que permitió la “novedad” en lo antiguo.

Y por eso Jesús llegó a decir que “el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que Juan Bautista”. ¿Por qué? Porque los que vivimos en la etapa del Reino de los hijos de Dios somos de algún modo más grandes ya que podemos vivir desde la gracia. Vivimos con la gracia que nos regaló Jesús, el Espíritu Santo. Vivimos el ser hijos adoptivos de Dios Padre, algo que San Juan Bautista no pudo experimentar, aunque, por supuesto, dando su vida, preparando el camino para el Señor, es de los grandes santos de nuestra Iglesia.

De este santo podríamos decir y aprender muchísimas cosas y, aunque no aparece en Algo del Evangelio de hoy, me gusta imaginar el momento en el que Juan desde el vientre de su madre pudo percibir la presencia de Jesús cuando María visitó a Isabel, saltando de alegría. Quiere decir que fue profeta desde antes de nacer. Fue útil a la historia de la humanidad, a cada uno de nosotros, sin haber visto la luz del sol, aun sin haber nacido. Desde el vientre de su madre pataleó y le avisó a su madre que ahí estaba Jesús, en el otro vientre. Es una maravilla pensar esto, en el valor y la significancia que tiene cada vida, incluso antes de nacer, sabiendo que Dios tiene un propósito para cada uno que no podemos truncar por nada de este mundo.

San Juan Bautista es el gran profeta, porque señaló siempre a Jesús y nunca quiso ser el centro, jamás pretendió que los demás lo siguieran a él, jamás se le ocurrió anunciar algo falso; siempre anunció la verdad, se la jugó por la verdad y finalmente terminó, dando la vida, muriendo por la verdad.

También es el humilde que no se sintió digno de desatarle la correa de las sandalias a Jesús. No se sintió digno de bautizarlo. No se sintió digno casi de “estar con él”; porque reconoció a Jesús como su gran Salvador, el Salvador de todos.

La humildad es la condición necesaria para ser un verdadero hijo de Dios, para ser cristiano. Vos y yo podemos ser humildes. Tenemos que aprender a no ser el centro de nada. La humildad es la virtud del cristiano que necesitamos todos para que lo que reluzca en nosotros, no seamos nosotros mismos, sino la obra de Dios en nuestra vida.

Es el santo de la humildad, el santo que aprendió a hacerse pequeño para que Jesús fuera quien se hiciera grande. Fue él, el que aprendió a ir desapareciendo para que el que vaya apareciendo fuera Jesús.
Y por eso su gran frase ha quedado para siempre en la liturgia de la Misa, que celebramos todos los días: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.

Que san Juan Bautista en este día nos ayude, llenos de alegría, a mostrarle a los demás dónde está el Cordero de Dios. Dónde está ese Cordero que quita nuestros pecados, que sana nuestro corazón, que nos libera de las cosas que nos atan, que nos da paz, que recibe nuestros agobios.

Que, al mirar la Hostia hoy en la Misa, en alguna Misa, nos ayude a reconocer dónde está el verdadero Cordero que quita el pecado del mundo, que sigue haciéndose pequeño, que sigue haciéndose humilde, que sigue mostrándose vulnerable para que nosotros nos enternezcamos y nos animemos a amarlo cada día más, y seamos verdaderos hijos de Dios.