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Solemnidad de san José

Sus padres iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua.

Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre, y acabada la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta. Creyendo que estaba en la caravana, caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos. Como no lo encontraron, volvieron a Jerusalén en busca de él.

Al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que lo oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas.

Al verlo, sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: «Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados.»

Jesús les respondió: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?» Ellos no entendieron lo que les decía.

El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos.

Palabra del Señor

Comentario

Hoy es la solemnidad de san José, el esposo de la Virgen María. San José tuvo el inmenso privilegio de ser elegido para ser padre de Jesús, tener al niño en sus brazos, de hablarle cara a cara, de corazón a corazón al Hijo de Dios. No lo dice explícitamente la Palabra de Dios, ¿pero tenés alguna duda de que fue así, de que fue un padre con todas las letras? Hay muchísimas cosas que la Palabra de Dios no dice, pero que no quiere decir que no hayan pasado. No es necesario a veces decir o contar las obviedades.

¡Qué maravilla debe haber sido la relación entre ellos: Jesús y José, José y Jesús, María y José, José y María! San José siempre aparece, en la Palabra de Dios, siendo fiel a la Palabra de Dios, a lo que Dios le pedía. San José nunca quiso brillar, nunca quiso sobresalir; todo lo contrario, le gustó siempre el silencio y el anonimato. Tanto que no hay palabras suyas en los evangelios, solo acciones, solo gestos, su propia vida. En realidad, habló, habló mucho, pero habló con sus acciones, con su vida.

¿Podés creer que una persona sobre la cual no conocemos palabra salida de su boca sea el santo más grande de todos los santos? ¡Qué increíble, qué gran enseñanza para vos y para mí! Y nosotros que a veces nos desvivimos por hablar, por hablar, por decir, por escribir, por esto y por lo otro, y sin embargo, lo que más nos ayudará, lo que más transformará, lo que más convencerá será nuestra propia vida; lo que hicimos, en definitiva. De ahí esa frase tan conocida que dice: «El único evangelio que escucharán predicar algunos es tu propia vida». En un mundo que se desvive por figurar, por publicar, por «postear», por intentar que otros se enteren de lo que hace, por pedir seguidores, por poner «me gusta» para que todos se den cuenta de lo que estamos haciendo; en una Iglesia en la que a veces también, sin querer, se cae en ese deseo desmedido, desordenado, de ser «tenidos en cuenta», incluso evangelizando, san José nos enseña el camino del silencio y del anonimato.

¿Qué es lo que recordás de las personas que te marcaron en tu vida: palabras o gestos y acciones? Seguro que recordás alguna frase por ahí, seguro algo lindo, pero lo que más te quedó, ¿qué es? ¿Qué crees que va a recordar de vos tu hijo, tu hija, tu alumno, tus amigos? Pensalo. ¿Qué crees que recordarán? Nuestros hijos nos «observan mucho más de lo que nos escuchan». Jesús seguro que observó a José mucho más que escucharlo o lo escuchó y también lo observó. Pero, en realidad, podríamos decir que el observar también es una forma de escuchar y cuando lo que se observa condice con lo que se escucha, queda grabado a fuego en el corazón. José debe haber hablado muy poco y seguramente nunca dijo algo que después no confirmó con su vida. A nosotros a veces nos pasa lo contrario, podemos machacar con palabras lo que después no podemos sostener con nuestra propia vida y entonces lo que decimos jamás queda en el corazón de los otros. Conviene entonces siempre empezar al revés, vivir y después, si es necesario, hablar. «Predica con tu vida y, si es necesario, con palabras», decía san Francisco de Asís a sus hermanos.

¡Qué maravilla es imaginar a Jesús disfrutando de la presencia de su padre en la tierra! ¡Qué maravilla debe haber sido ver a Jesús aprendiendo no tanto de los grandes «discursos» de José, sino de su obediencia cotidiana a la Palabra de Dios! Eso es lo que tenemos que aprender cada día más, en nuestras familias, en nuestros grupos, en nuestras comunidades, en la Iglesia. Dejar de hablar tanto y vivir más el evangelio, interpretarlo, rumiarlo, sí saborearlo y llevarlo a la práctica mucho más. Dejar de decir lo que «todo el mundo tiene que hacer» y nosotros no hacer nada por ser santos. Dejar de solucionar todos los problemas del mundo o pretender hacerlo con nuestras palabras, mientras no somos capaces de dar la vida cuando es necesario hacerlo.

Aprendamos del silencio y de la obediencia de san José. Aprendamos que de nosotros quedará más lo que hicimos que lo que hablamos, que «el amor está más en las obras que en las palabras», como decía san Ignacio. Dios tiene sed de que tengamos sed de él, y amándolo, amemos a los demás. No tiene sed de que le hablemos mucho, debe estar cansado de tanta palabrería. Tiene sed de que lo amemos con nuestra propia vida.

Algo del Evangelio de hoy, sin decirlo, es una muestra más de que María y José aprendieron día a día a ser obedientes a la Palabra de Dios, a las palabras de Jesús, aun sin comprender completamente lo que pasaba. Eso nos pasa en momentos límites, pero deberíamos aprender a vivirlo cada día, en cada situación. Me acuerdo esa mujer, que me vino a ver, que estaba viviendo sus últimos momentos en la tierra, que ya se estaba dando cuenta que la vida se le apagaba poco a poco. Me decía algo así cuando le preguntaba qué sentía en esos momentos… Me decía: «Estoy dispuesta a lo que Dios disponga. A Dios no se le discute, él sabe cuál es el momento oportuno». ¡Qué gratificante! ¡Qué lindo escuchar algo así! Seguro que José pensó lo mismo. ¡Qué lindo que es cuando todo lo que predicamos en la Iglesia, lo que predicamos cada día los sacerdotes, vos y yo, de golpe se pone en evidencia en una vida concreta, en una persona que lo dice y lo hace!

A san José me lo imagino así, me lo imagino un hombre de paz, de corazón sencillo, un hombre firme, fuerte, pero humilde y sincero, con un corazón gigante como para amar a María y a Jesús, pero abierto siempre al misterio, a la incomprensión, al silencio, a la confianza total. Que en este día tan especial su intercesión nos alcance lo que Dios quiera regalarnos y su santidad nos impulse a desear a hacer siempre la voluntad de nuestro Padre.