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Solemnidad de Pentecostés

Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»

Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.

Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes.» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan.»

Palabra del Señor

Comentario

«Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz. Ven, Padre de los pobres, ven a darnos tus dones, ven a darnos tu luz. Dulce huésped del alma, suave alivio a los hombres. Tú eres descanso en el trabajo, templanza de las pasiones, alegría en nuestro llanto. Ven, penetra con tu santa luz en lo más íntimo del corazón de tus fieles. Lava nuestras manchas, Espíritu Santo, riega nuestra aridez, cura nuestras heridas. Suaviza nuestra dureza, elimina con tu calor nuestra frialdad, corrige nuestros desvíos. Premia nuestra virtud, salva nuestras almas, danos la eterna alegría».

Terminamos hoy el tiempo pascual con la gran Fiesta de Pentecostés, es una linda solemnidad. Así es como terminamos este tiempo de cincuenta días dedicados, de alguna manera, a experimentar en nosotros la vivencia, la experiencia de un Jesús resucitado, un Jesús vivo en nuestra vida y, mientras tanto, también esperamos –por decirlo así, simbólicamente– recibir el Espíritu Santo. Es un recibir «simbólico», porque nosotros, que vivimos en el tiempo del Espíritu, ya no podemos decir que tenemos que esperar cincuenta días para recibirlo. Ya lo recibimos por la fe, ya lo recibimos por el bautismo. Lo recibimos en la confirmación. Recibimos a Jesús cada vez que nos acercamos al sacramento de la Eucaristía o con la comunión espiritual. Lo recibimos también cuando vivimos el mandamiento del amor. Sin embargo, a veces está ahí, en el fondo, como el chocolate en la leche, que se va al fondo y hay que volver a mezclarlo.

Pero, por supuesto, que esta fiesta nos ayuda a «refrescar» en nosotros esta realidad, esta certeza de la fe: somos templos del Espíritu Santo, somos parte del cuerpo de Cristo y por eso, en nosotros, vive también el Espíritu. Y por eso en esta fiesta, simplemente, me limitaré a que revivamos un poco este deseo de que ese Espíritu que ya está en nosotros nos haga «revivir» –por decirlo de alguna manera–, nos haga «renacer», nos dé su paz y así podamos vivir esta realidad en la Iglesia.

«El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado», dice san Pablo. Dios quiere que nos pase lo que pasó en Algo del Evangelio de hoy que acabamos de escuchar. Dios quiere que nos pase lo que pasa continuamente en la Iglesia, en tantos corazones que creen. Su presencia puede ser como una ráfaga de viento o como un soplido de Jesús a nuestro corazón, que, aunque no sabemos ni de dónde viene ni a dónde va, nos alegra con la certeza de su acción en nosotros. Esa certeza es la que debemos tener, que el Espíritu Santo actúa en nosotros, aunque no nos demos cuenta; que, aunque no veamos fuego, sintamos todo lo que el fuego puede hacer: iluminar, dar calor y purificar. «Ven, hoy a nuestras almas, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz».

La fiesta del Espíritu Santo hace y seguirá siendo lo que solo Dios puede hacer: dar paz; pero no como la da el mundo, no como a veces nosotros la pretendemos, sino la paz que proviene únicamente de él, porque solamente podemos recibir este don, de lo alto, del cielo. No es la paz del «está todo bien», del «pare de sufrir», del «arte de vivir». ¡No!, es la paz que conlleva muchas veces la lucha y la purificación del corazón. Esa paz que nos ayuda a que salgamos de nuestro encierro, a que dejemos el pecado, que dejemos el egoísmo, nuestras avaricias, perezas, envidias y todo lo que nos aleja de los demás. El Espíritu Santo, el Espíritu de amor que nos dio Jesús, nos ayuda a salir de nosotros mismos y eso también nos puede llegar a doler o a molestar. Es la paz de Jesús la que nos conduce al perdón, al perdón recibido y al perdón dado. El perdón cuesta, pero ya no cuesta tanto si nos damos cuenta que viene de él, que viene de lo alto. Es una paz «regalada», donada, pero que también debemos buscar amando. Es la paz que proviene de la felicidad de amar, como la desea cualquier persona.

Una vez, me acuerdo, con los niños de catequesis hicimos algo así como un ejercicio espiritual, en adoración.

Y ellos tenían que escribir lo que querían pedirle a Jesús. Una niña escribió en un papel: «Le pido a Jesús ser feliz». Pedir ser feliz, es pedir tener paz, tener paz nos hace felices. Pedir ser feliz es pedir también hacer la voluntad de Dios.

El Espíritu, además de darnos la paz, también nos une. Es el alma de la Iglesia. Une lo diverso, lo distinto, para crear algo nuevo, algo más lindo. Da vida a todas las cosas muertas de nuestra vida, de nuestro corazón. Solo él puede sostener a la Iglesia en medio de las turbulencias de este mundo, aun con sus propios pecados. Solo él nos levanta cuando nos caemos, nos da la mano para seguir amando, nos consuela si estamos tristes. Solo él puede lograr que, siendo tan distintos, tengamos los mismos deseos y luchemos por los mismos objetivos. El Espíritu Santo también unifica nuestro corazón, mi corazón disperso, rectifica nuestras intenciones torcidas y da sentido nuevo a nuestras acciones.

Terminemos invocando juntos al Espíritu Santo: «Ven, Espíritu Santo, ven Espíritu Santo y envía desde el cielo un rayo de tu luz».